"En el espacio de una semana millones de gentes habían roto con el peso de las condiciones alienantes, con la rutina de la supervivencia, con la falsificación ideológica, con el mundo al revés del espectáculo. Por primera vez desde la Comuna de 1971, y con mejor porvenir, el hombre individual real absorbía al ciudadano abstracto; en tanto que hombre individual en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales, se volvía un ser genérico y reconocía así sus propias fuerzas como fuerzas sociales. La fiesta concedía al fin verdaderas vacaciones a los que no conocían más que días de salario y de permiso. La pirámide jerárquica se había fundido como un pan de azúcar al sol de mayo. Ya no había ni intelectuales ni obreros, sino revolucionarios dialogando por todas partes, generalizando una comunicación en la que sólo los intelectuales obreristas y otros candidatos a dirigentes se sentían excluidos. En este contexto la palabra "camarada" había encontrado su sentido auténtico, señalaba verdaderamente el fin de las separaciones; y los que la empleaban a la estaliniana comprendieron rápidamente que hablar la lengua de los lobos les denunciaba más bien como perros guardianes. Las calles pertenecían a quienes las desadoquinaban. La vida cotidiana, redescubierta de repente, se convertía en el centro de todas las conquistas posibles. Gentes que habían trabajado siempre en oficinas ocupadas ahora declaraban que ya no podrían nunca vivir como antes, ni siquiera un poco mejor que antes. Se sentía muy bien en la revolución naciente que sólo habría retrocesos tácticos y ya no renunciamientos. Cuando la ocupación del Odeón, el director administrativo se retiró al fondo de la escena, después, pasado el momento de sorpresa dio unos pasos hacia delante y exclamó: "Ahora que lo habéis tomado, guardadlo, no lo devolváis jamás, quemadlo más bien" - y que el Odeón momentáneamente devuelto a su chusma cultural no haya sido quemado demuestra que sólo estábamos en el estreno. El tiempo capitalizado se había parado. Sin tren, sin metro, sin coche, sin trabajo, los huelguistas recuperaron el tiempo tan tristemente perdido en las fábricas, en la carretera, ante la televisión. Se vagaba por la calle, se soñaba, se aprendía a vivir. Por primera vez hubo verdaderamente una juventud. No la categoría social inventada para las necesidades de la causa mercantil por los sociólogos y los economistas, sino la única juventud real, la del tiempo vivido sin tiempo muerto, la que rechaza la referencia policiaca de la edad en provecho de la intensidad ("viva la efímera juventud marxista-pesimista", decía una inscripción). [...]. El personal de la fábrica Schlumberger precisó que su revindicación "no se refería de ninguna manera a los salarios" y entró en huelga para sostener a los obreros particularmente explotados de Danone, la fábrica vecina. Los empleados de la F.N.A.C., declararon igualmente en una octavilla que: "Nosotros, trabajadores de los almacenes de la F.N.A.C., no nos hemos puesto en huelga por la satisfacción de nuestras reivindicaciones particulares, sino para participar en el movimiento que moviliza actualmente diez millones de trabajadores manuales e intelectuales...". El reflejo del internacionalismo, que los especialistas de las coexistencias pacíficas y de las guerrillas exóticas habían enterrado prematuramente en el olvido o en las oraciones fúnebres del estúpido Regis Debray, reapareció con una fuerza que parece augurar la próxima vuelta de las Brigadas Internacionales. Al mismo tiempo, todo el espectáculo de la política extranjera, Vietnam en cabeza, se disolvió súbitamente revelando lo que nunca había dejado de ser: falsos problemas para falsas protestas. Se aclamó la toma del Bumidon por los Antilleses, las ocupaciones de residencias universitarias internacionales. Raramente fueron quemadas tantas banderas nacionales por tantos extranjeros resueltos a terminar de una vez para siempre con el símbolo del Estado, antes de terminar con los mismos Estados. El gobierno francés supo responder a este internacionalismo entregando a la prisión de todos los países a los españoles, iranianos, tunecinos, portugueses, africanos y a todos aquellos que soñaban en Francia por una libertad prohibida en su país.
Toda la charlatanería sobre las reivindicaciones parciales no bastaba para borrar un solo momento de libertad vivida. En algunos días, la certeza del cambio total posible había llegado a ser un punto sin retorno. La organización jerárquica, tocada en sus fundamentos económicos, cesaba de aparecer como una fatalidad. El rechazo de los jefes y de las fuerzas del orden, como la lucha contra el Estado y sus policías, se había convertido primeramente en una realidad en los lugares de trabajo, donde empresarios y dirigentes de todas clases habían sido expulsados. Incluso la presencia de aprendices a dirigentes, hombres de los sindicatos y de los partidos no podia borrar del ánimo de los revolucionarios que lo que se había hecho más apasionadamente se había hecho sin ellos y además contra ellos. El término "estalinismo" fue reconocido así por todos como el peor insulto en la jauría política.
El paro del trabajo, como fase esencial de un movimiento que apenas ignoraba su carácter insurreccional, metía en la mente de cada uno esta evidencia primordial de que el trabajo alienado produce la alienación. El derecho a la pereza se confirmaba, no solamente en pintadas populares como "No trabajéis jamás" o "Vivir sin tiempo muerto, gozar sin trabas", sino sobre todo en el desencadenamiento de la actividad lúdica. Fourier ya señalaba que serían necesarias varias horas de trabajo a obreros para construir una barricada que amotinados levantan en unos minutos. La desaparición del trabajo forzado coincidía necesariamente con la rienda suelta a la creatividad en todos los dominios: pintadas, lenguaje, comportamiento, táctica, técnica de combate, agitación, canciones, carteles y cómics. Cada uno podía medir así la suma de energía creativa prostituida en los periodos de supervivencia, en los días condenados al rendimiento, al shopping, a la tele, a la pasividad erigida en principio. Se podía estimar con el contador Geiger la tristeza de las fábricas de ocio donde se paga para consumir con aburrimiento las mercancías que se producen en el hastío que hace los ocios deseables. "Bajo los adoquines, la playa", hacía constar alegremente un poeta de muralla, mientras que una carta aparentemente firmada del C.N.P.F. aconsejaba cínicamente a los trabajadores olvidar las ocupaciones de fábrica y aprovechar sus aumentos de sueldo para pasar sus vacaciones en el "Club Mediterráneo".
René Vienet, Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones (julio 1968)
lunes, 4 de febrero de 2008
Mayo del 68 en Francia
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