miércoles, 29 de abril de 2009

Seis días en Faluya y Alguien tiene que irse.

Cuando se cumplen seis años de la invasión, ocupación y destrucción de Iraq, con más de 1 millón de muertos y 5 millones de desplazados en un país hoy sin médicos ni maestros ni poetas, desprovisto de servicios mínimos, hambreado y enfermo, entregado a fanáticos y criminales, abandonado a su suerte por el resto del mundo, que está más pendiente del menú del G-20 o del vestuario de Hillary Clinton, sólo la Konami Digital Entertainment nos devuelve a la memoria la existencia de ese horror distante. A la empresa estadounidense no le importa ganar dinero si es para aumentar la insensibilidad; no le importa vender sus productos en todo el mundo si es para disminuir la conciencia. Con un esfuerzo combinado de erudición y maestría técnica, recogiendo imágenes de archivo y testimonios de protagonistas, inspirándose en Shakespeare y Hemingway, la empresa ha creado el videojuego Seis Días en Faluya, que permite a sus usuarios experimentar minuto a minuto las emociones del fósforo blanco y la ejecución de prisioneros, en medio de estruendos tan falsos que parecen reales, con gráficos tan imposibles que parecen auténticos. Resignados a hacerse ricos con tal de dañar más mentes, transigiendo a la fama a cambio de degradar un poco más los espíritus, los creadores de Seis Días en Faluya afrontan el desafío –dice Peter Tamte, presidente de la compañía- de “presentar los horrores de la guerra en un juego al mismo tiempo muy divertido”. ¿Nos parecerán más horribles los horrores o más divertida la diversión? ¿Nos horrorizará divertirnos o nos divertirá horrorizarnos? ¡Qué horror el placer de matar! ¡Qué placer el horror de matar! La primera conquista de Faluya en noviembre del 2004, poco creíble, inspiró esta versión original que la próxima conquista de Faluya imitará; los marines que participaron en la primera conquista de Faluya, asesores hoy de Konami Digital Entertaintment, se sacrificaron para que los marines que conquisten por segunda vez Faluya –dondequiera que esté- hayan podido destruirla en un juego real antes de destruirla en una realidad recreativa.


Mientras en España 5.000 nuevos parados se suman todos los días a las listas del INEM y las clases medias recurren a los comedores municipales, mientras en EEUU 663.000 trabajadores perdían sus empleos en el mes de marzo y miles de personas son cotidianamente desalojadas de sus casas, sólo la cadena de televisión Fox afronta e interviene decisivamente en la crisis económica mundial. Resignada a ver aumentar sus índices de audiencia con tal de imitar a Nerón, transigiendo a la riqueza si es para apoyar y estimular la esclavitud, el canal estadounidense estrenará en las próximas semanas un nuevo reality show de nombre Alguien tiene que irse . En la antigua Roma los espectadores del circo disfrutaban viendo cómo los esclavos se mataban los unos a los otros y se ensañaban entre sí para sobrevivir hasta la próxima batalla; los espectadores estadounidenses –y enseguida españoles- disfrutarán viendo cómo los empleados de las empresas en crisis deciden entre ellos, contra ellos mismos, quién debe ser despedido para ahorrar gastos al dueño de la compañía o, lo que es lo mismo, quién debe sobrevivir hasta el próximo despido. A la empresa holandesa Endemol, contratada para la producción, no le importa tener que revalorizar su cotización en bolsa si es para despreciar a las víctimas del capitalismo; a la Fox no le importa superar en audiencia a la CNN si es para degradar, humillar y desmovilizar a los trabajadores amenazados. Mike Darnell, el genio de la telerrealidad de Fox, declaró al Washington Post sin ningún empacho que está “convencido de que los millones de estadounidenses que temen perder su empleo o ya lo han perdido se pegarán a la televisión para seguir la serie”. Programa de esclavos para esclavos, el número de espectadores aumentará a medida que se agrave la crisis; programa de infelices para infelices, la crisis proporcionará así a los rencorosos el exutorio emotivo de una venganza dirigida –no hacia los responsables, no, excluidos de las deliberaciones- sino hacia los que todavía sobreviven a los zarpazos del capitalismo. La crisis, después de todo, vale la pena: unos ganan mucho dinero y otros sienten el placer de perderlo todo ante las cámaras o el de ver a otros seguir el mismo destino en la pantalla.


Seis días en Faluya y Alguien tiene que irse son apenas dos muestras de un rutinario “estado del mundo y estado del alma”, por evocar la definición que hacía Kafka del capitalismo. En ambos casos, aceptamos como natural, como normal, como deseable, como inevitable, una realidad que nunca es tan horrible como para que –gag visual mediante- no nos proporcione también placer. El capitalismo indemniza cada horror real con un juego mucho más real aún; compensa cada dolor auténtico con un placer de ficción mucho más intenso y mucho más auténtico. Las revoluciones no hechas prolongan el sufrimiento y aproximan el apocalipsis, pero es que el sufrimiento y el apocalipsis constituyen lo mejor de la programación. Matar, matarse, hacer daño, hacerse daño, no inducen a la revuelta; reclaman sencillamente nuevas dosis. Todo es Apocalipsis; todo es orgasmo.


Este texto está extraído de Rebelion. Tiene por título Todo es dolor, todo es orgasmo y está escrito por Santiago Alba Rico.

lunes, 27 de abril de 2009

"El honor de las injurias" de Carlos García-Alix, 2008.

Hipnótico documento que rastrea los pasos de Felipe Sandoval, el Hannibal Lecter anarquista. Qué mejor que dejar la palabra al director del documento: No hay revolución sin verdugos. Poner el foco en el verdugo es la parte más fea y dolorosa. Sandoval fue un verdugo al servicio de la revolución. Hoy es muy difícil comprender el grado de violencia feroz que asolaba España. Mi lucha ha sido no caer en buenos y malos. Es una historia de venganza.




Entrevista con Carlos García-Alix



domingo, 26 de abril de 2009

Muletrain

Muletrain "Back door", de su disco The worst is yet to come, 2006. Estos maestros de garaje tocan en Arnedo en breves.



viernes, 24 de abril de 2009

The (International) Noise Conspiracy

The (International) Noise Conspiracy "Smash it up", del disco Survival sickness, año 2000.



martes, 21 de abril de 2009

Confesiones de un Santa Claus. King Mob, en el Sefridges londinense, navidades de 1968.

(Este texto lo rapartió en un centro comercial londinense un sonriente Papanoel. Junto al escrito, ofrecía a los niños transeúntes regalos deliberadamente sustraídos de las repletas baldas de la catedral de Consumo.)

"SE SUPONÍA QUE IBA A SER FANTÁSTICO , PERO ES HORRIBLE". CONFESIONES DE SANTA CLAUS 1968.
Este año se apagan las luces en Oxford Street. Ya no hay luces de neón a medianoche. No hay ese ostentoso brillo para que los compulsivos turistas se queden embobados ante las maravillas del capitalismo. Ni tan siquiera la sociedad de la abundancia puede seguir pagando su factura de la luz. No merecéis navidades este año. No habéis trabajado lo suficiente. No habéis corrido lo suficiente ante el tic-tac del reloj para fichar a la entrada y salida del trabajo, durante el círculo vicioso de la producción y el consumo. Ahorrad y gastad, clavaos y retorceos en el suelo para preparar la única ocasión durante el año en la que podéis dejaros llevar. Regocijaos, excédanse en un frenético esfuerzo para disfrutar... y luego, escupidlo.
Los duendes enfermos de Europa han apagado las luces este año. Ni siquiera puedes tener la ilusión del placer: el espeluznante espectro de las navidades ha subido los precios y no podéis permitiros los regalos. No lo merecéis porque no habéis dado el callo lo suficiente para mantener el yugo en marcha.
Las navidades son un castigo este año. Siempre fueron un coñazo: el deber de estar alegre, hacer el payaso, desmelenarse nada más encenderse las luces y abrirse el telón. Son vacaciones, y más te vale disfrutarlas por lo que más quieras. Son unos días para estar con la familia y, por lo más grande, más te vale ser amable, porque somos una familia feliz, ¿verdad?
Este año las navidades ni siquiera pueden parecer divertidas. Casi no podéis permitiros cabrearos y olvidarlo. Quieren más de vosotros: más sangre, sudor y lágrimas. Y más sonrisas. No dejéis que se enteren de que estáis cansados y hasta los mismísimos de toda la basura que intentan venderos, hartos de los críos a los que se les enseña a cantar en coro un montón de mentiras sobre el amor y la afable misericordia. Es vuestro deber seguir comprando, incluso cuando ya casi no queda suficiente dinero para compraros un ataúd y abandonarlo todo de una vez por todas.
Machaquemos todo este gran engaño. Ocupad el Fun Palace (*) y poneos la pilas. Coged los regalos y regaladlos de verdad. Encended Oxford Street. Bailad alrededor del fuego. Regocijaos con el funeral: el espectáculo final de la estafa que son las navidades.

(*) El Fun Palace fue un proyecto de 1960-61 del arquitecto Cedric Price que consistía en un espacio cultural cuya estructura podría modificarse de incontables maneras para acomodar todo tipo de eventos y actividades culturales.


Panfleto repartido ante el Selfbidges de Londres en 1968, escrito por la gente de King Mob. Está extraído del libro King Mob. Nosotros, el Partido del Diablo. La Felguera ediciones 2007.

lunes, 20 de abril de 2009

Antonio Gramsci

Un seguimiento a la vida y el pensamiento de este marxista leninista italiano.


Parte 1



Parte 2



Parte 3


miércoles, 15 de abril de 2009

¡Qué pena! de León Felipe



¡Qué pena si este camino fuera de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos pueblos, las mismas ventas,
los mismos rebaños, las mismas recuas!

¡Qué pena si esta vida tuviera
-esta vida nuestra-
mil años de existencia!
¿Quién la haría hasta el fin llevadera?
¿Quién la soportaría toda sin protesta?
¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra
al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?
Los mismos hombres, las mismas guerras,
los mismos tiranos, las mismas cadenas,
los mismos farsantes, las mismas sectas
¡y los mismos poetas!

¡Qué pena, que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!


lunes, 13 de abril de 2009

Refugio nocturno de Bertolt Brecht.

(Estas palabras calaron hondo la primera vez que me las dictaron hace ya algún tiempo. Esta traducción la he sacado del libreto del primer disco de los Negu Gorriak.)


Me han contado que en Nueva York en la esquina de la calle 26 con Broadway, en los meses de invierno, hay un hombre todas las noches que, rogando a los transeúntes, procura un refugio a los desesperados que allí se reúnen.
Al mundo así no se le cambia, las relaciones entre los hombres no se hacen mejores. No es ésta la forma de hacer más corta la era de la explotación, pero algunos hombres tienen cama por una noche, durante toda una noche está resguardados del viento, y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
No abandones el libro que te lo dice, hombre.
Algunos hombres tienen cama por una noche, durante toda una noche están resguardados del viento, y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
Pero al mundo así no se le cambia, las relaciones entre los hombres no se hacen mejores. No es esta la forma de hacer más corta la era de la explotación.

domingo, 12 de abril de 2009

Wolfbrigade

Wolfbrigade "Ride for a fall" de su último disco Comalive, 2008. He tenido ocasión de ver a estos suecos maestros del punk crust. ¡Poderosos!.



jueves, 9 de abril de 2009

La Columna Durruti.

El 23 de julio de 1936 García Oliver se dirigió por radio a los obreros aragoneses, con un discurso incendiario, incitándolos a la lucha:
"Salid de vuestras casas. Arrojaos sobre el enemigo. No aguardéis un minuto más. En este preciso instante habéis de poner manos a la obra. En esta tarea han de destacarse los militantes de la CNT y de la FAI. Nuestros camaradas han de ocupar la vanguardia de los combatientes. Y si es preciso morir, hay que morir (...). Os decimos que Durruti y el que os habla -García Oliver- partirán al frente de las columnas expedicionarias. Mandamos una escuadrilla de aviación para bombardear los cuarteles. Los militantes de la CNT y de la FAI han de cumplir con el deber que exige la hora presente. Emplead toda clase de recursos. No aguardéis a que yo finalice mi discurso. Abandonad vuestras casas, quemad, destruid. Batid al fascismo".


El anuncio de que se estaban organizando columnas obreras para marchar sobre Aragón suscitó enorme entusiasmo en Barcelona. Los obreros acudieron a sus respectivos sindicatos para inscribirse como voluntarios y los Comités de Barrio comenzaron a tomar la iniciativa de instruir a los voluntarios en los campos de fútbol, u otros terrenos, en las normas más elementales de la lucha, así como en el lanzamiento de bombas de mano y el funcionamiento del fusil.
Entre los inscritos los había de todas las edades, yendo desde los catorce hasta los sesenta años. Y prevalecían activos y competentes militantes obreros y jóvenes libertarios. Inmediatamente se tomó conciencia de que si lo más capaz y mejor preparado de la CNT y de las Juventudes Libertarias salían para el frente, la retaguardia quedaría en manos de los últimos llegados, lo que podría poner en peligro el proceso de autogestión que se estaba llevando a cabo por los obreros, y que se extendía como mancha de aceite. El entusiasmo hubo de frenarse, reflexionando que si bien era importante pegar tiros, aún era más vital triunfar en la expropiación colectiva que se estaba llevando a término, y salir airosos en la nueva etapa económica y social, puesto que de ella dependería, en última instancia, el triunfo de la revolución con la afirmación de la capacidad política y económica de la clase obrera.


Esta movilización obrera era única en su género. No había sido decretada por nadie y brotaba directamente de la base. Los voluntarios discutían entre sí sobre la mejor manera de organizarse, porque no se quería resucitar ni el espíritu militarista ni la jerarquía de mando. Y fue de esas conversaciones entre los futuros combatientes que apareció la estructura y organización de las milicias, que se conservaría hasta la militarización general en marzo de 1937. La organización ideada era simple: diez hombres constituirían un grupo que nombraría un delegado; diez grupos formarían una centuria que elegiría a su vez su delegado de centuria; y cinco centurias formarían una Agrupación a cuya cabeza se situaría a un responsable que, junto con los delegados de centurias, formaría el Comité de Agrupación.
Pérez Farràs, en tanto que militar y asesor técnico que sería de la Columna Durruti que se estaba formando, inmediatamente mostró su desacuerdo sobre esa forma de organización, manifestándose pesimista sobre su valor combativo. Durruti se apercibió pronto que Pérez Farràs no sería mucho tiempo su asesor técnico-militar, y eligió al sargento de artillería Manzana, que comprendía mejor la psicología de los anarquistas hostiles a todo cuanto significara la práctica piramidal militar de manda y obedece. Como asesores, a Manzana y a Carreño, un maestro de escuela, Durruti les confió la tarea de dotar a la Columna con piezas de artillería, municiones y un cuerpo sanitario con médicos y enfermeras, dotados de un quirófano de urgencia.


Manzana, sin muchas explicaciones, comprendió pronto lo que Durruti deseaba de él, y se las compuso a las mil maravillas para cumplir su misión. Conocía a varios soldados de los que se incorporaron a la formación de la Columna, y también a algunos oficiales, y, contando con el apoyo de Durruti y con la idea de que pudieran servir de auxilio instructor a los demás, toda esa gente fue introduciéndose por entre los grupos formados, pero sin violencias, fraternalmente.
Sin embargo, por su lado, Pérez Farràs continuaba pensando de la misma manera, y terminó por plantear la cuestión directamente a Durruti:
"-Con ese método no se puede combatir".
Y Durruti le repuso:
"-Ya lo dije, y vuelvo ahora a repetirlo: durante toda mi vida me he comportado como anarquista, y el hecho de haber sido nombrado delegado responsable de una colectividad humana no puede hacer cambiar mis convicciones. Fue bajo esa condición que acepté cumplir la tarea que me ha encomendado el Comité Central de Milicias. Pienso -y todo cuanto está sucediendo a nuestro alrededor confirma mi pensamiento- que una milicia obrera no puede ser dirigida según las reglas clásicas del Ejército. Considero pues, que la disciplina, la coordinación y la realización de un plan, son cosas indispensables. Pero todo eso no se puede interpretar según los criterios que estaban en uso en el mundo que estamos destruyendo. Tenemos que construir sobre bases nuevas. Según yo, y según mis compañeros, la solidaridad entre los hombres es el mejor incentivo para despertar la responsabilidad individual que sabe aceptar la disciplina como un acto de autodisciplina.
Se nos impone la guerra, y la lucha que debe regirla difiere de la táctica con que hemos conducido la que acabamos de ganar, pero la finalidad de nuestro combate es el triunfo de la revolución. Esto significa no solamente la victoria sobre el enemigo, sino que ella debe obtenerse por un cambio radical del hombre. Para que ese cambio se opere es preciso que el hombre aprenda a vivir y conducirse como un hombre libre, aprendizaje en el que se desarrollan sus facultades de responsabilidad y de personalidad como dueño de sus propios actos. El obrero en el trabajo no solamente cambia las formas de la materia, sino que también, a través de esa tarea, se modifica a sí mismo. El combatiente no es otra cosa que un obrero utilizando el fusil como instrumento, y sus actos deben tender al mismo fin que el obrero. En la lucha no se puede comportar como un soldado que le mandan, sino como un hombre consciente que conoce la trascendencia de su acto. Ya sé que obtener esto no es fácil, pero también sé que lo que no se obtiene por el razonamiento no se obtiene tampoco por la fuerza. Si nuestro aparato militar de la revolución tiene que sostenerse por el miedo, ocurrirá que no habremos cambiado nada, salvo el color del miedo. Es solamente liberándose del miedo que la sociedad podrá edificarse en la libertad".
Durruti se había expresado con suma claridad, y su propósito no era otro que unir la teoría con la práctica y viceversa. Como anarquista él deseaba continuar siendo fiel a sus concepciones libertarias, a pesar de asumir la responsabilidad de dirigir una columna obrera que partía en lucha hacia el frente de Aragón.
Mientras tanto, los preparativos de la expedición a Zaragoza proseguían avanzando. Y pronto, en tierras de Aragón, iban a librarse batallas importantes, tanto en el frente de la guerra como en el frente de la revolución campesina. En Zaragoza se encontraba el cuartel general de la V División Militar bajo el mando del general Miguel Cabanellas. Las fuerzas que este general mandaba en Zaragoza comprendían:
"Dos Brigadas de Infantería: la IX (cuartel general, Zaragoza) y la X (cuartel general, Huesca), más una Brigada de Artillería, la V (Zaragoza), con cuatro Regimientos de Infantería, dos de Artillería, un Batallón de Ingenieros y los Servicios correspondientes. Había, además, como unidades no divisionarias, un Regimiento de Carros, otro de Caballería, un Destacamento del Depósito de Remonta, un grupo de Defensa contra Aeronaves, un Parque de Cuerpo de Ejército, un Batallón de Pontoneros y una Comandancia de Sanidad. Como mandos principales se encontraban los generales don Miguel Cabanellas (V División), Alvarez Arenas (IX Brigada), De Benito (X Brigada) y don Eduardo Martín González (V de Artillería). No deben olvidarse aquí las fuerzas de Orden Público. A las de Asalto de Zaragoza, había que agregar dieciocho compañías de la Guardia Civil y cinco de Carabineros. Los efectivos de las unidades del Ejército se encontraban muy mermados, pero, como compensación, puede decirse que, desde sus jefes más altos a los más subalternos, se encontraban, casi sin excepción, magníficamente dispuestos en favor de los planes del general Mola."
José Chueca, refiriéndose a la pérdida de Zaragoza, se pregunta:
"¿Pudimos haber hecho más de lo que hicimos? Es posible. Fiamos excesivamente en las promesas del gobernador civil (Vera Coronel) y concedimos demasiado valor a nuestras fuerzas; no quisimos prever que frente a una acción violenta, como la que podía desencadenar el fascismo, hacía falta algo más contundente que treinta mil obreros organizados en las Sindicatos".
Y Martínez Bande escribe:
"En la misma noche del 17, y nada más tenerse conocimiento de lo ocurrido en Marruecos, masas muy decididas de extremistas se adueñaron de las principales calles. Transcurrió en una tensa expectativa todo el día 18, en que numerosos grupos de voluntarios acudieron a los cuarteles, proclamándose en la madrugada del 19 el Estado de Guerra. Contra esta medida reaccionó la CNT, declarando el mismo día la huelga general revolucionaria, que el 22 quedaba estrangulada, gracias a las enérgicas resoluciones de las autoridades militares y no sin diversos choques.
En Calatayud, el coronel Muñoz Castellanos declaró el Estado de Guerra el día 20, sin incidentes; pero bastantes pueblos tuvieron que ser rescatados por destacamentos del Ejército, fuerzas del Orden Público y paisanos voluntarios. Al norte del Ebro, fueron siete pueblos, en las riberas, cuatro, y al sur del Ebro, diez con Belchite".
En las condiciones en que habían caído Zaragoza y Calatayud, cayeron también en manos de los sublevados Huesca y Teruel. Como un islote quedaba Barbastro en manos de los soldados que mandaba el coronel republicano Villalba.
Este era el cuadro que ofrecía el territorio aragonés, cuando Durruti, al frente de unos dos mil milicianos, se propuso conquistar Zaragoza.


El 24 de julio, a las diez de la mañana, la Columna Durruti debía salir del Paseo de Gracia en dirección Zaragoza, vía Lérida. A las ocho de la mañana, Durruti habló por radio dirigiéndose a la población obrera de Barcelona para pedirles que contribuyeran con artículos alimenticios al abastecimiento de la Columna. Esta llamada insólita sorprendió a todo el mundo. Y, lógicamente, había motivo para ello. La distribución de los alimentos estaba a cargo, en parte, de los Comités de Barrio, del Sindicato de la Alimentación y del Comité Central de Milicias Antifascistas. Por tanto ¿es que dichos organismos negaban a Durruti la posibilidad de constituirse una intendencia? Pronto Durruti satisfizo la curiosidad:
"-El arma más potente de la revolución es el entusiasmo. En la revolución se triunfa cuando todo el mundo está interesado en la victoria, haciendo de ella cada uno su causa personal. La respuesta a mi llamada -les dijo a los que mostraron su sorpresa- nos dará la medida del interés que pone la ciudad de Barcelona en la revolución y su victoria. Además, esto es una manera de situar a cada uno frente a su propia responsabilidad, una ocasión para que todo el mundo tome conciencia de que nuestra lucha es colectiva y que su triunfo depende del esfuerzo de todos. Este y no otro es el sentido de nuestra llamada", concluyó Durruti.
Poco antes de salir la Columna Durruti fue cuando su delegado, que se encontraba discutiendo en el Sindicato Metalúrgico sobre una cuestión de blindaje de camiones, recibió al periodista del Toronto Star, Van Passen, que publicaría un reportaje bajo el título: "Dos millones de anarquistas luchan por la revolución". En el mismo comienza inmediatamente por poner a Durruti ante el lector:
"Es un hombre alto, moreno, de rasgos morunos. Hijo de humildes campesinos. Su voz aguda, casi gutural".
Van Passen le preguntó si él consideraba ya aplastados a los militares rebeldes:
"-No, todavía no los hemos vencido" contestó francamente. Y agregó: "Ellos tienen Zaragoza y Pamplona. Ahí es donde están los arsenales y las fábricas de municiones. Tenemos que tomar Zaragoza y después saldremos al encuentro de las tropas compuestas de Legionarios Extranjeros, que ascienden desde el Sur, mandadas por el general Franco. Dentro de dos o tres semanas nos encontraremos entregados en batallas decisivas."
-"¿Dos o tres semanas?" preguntó intrigado el periodista.
-"Dos o tres semanas o quizá un mes" -afirmó Durruti-. "La lucha se prolongará como mínimo todo el mes de agosto. El pueblo obrero está armado. En esta contienda el Ejército no cuenta. Hay dos campos: los hombres que luchan por la libertad y los que luchan por aplastarla. Todos los trabajadores de España saben que si triunfa el fascismo vendrá el hambre y la esclavitud. Pero los fascistas también saben lo que les espera si pierden. Por eso esta lucha es implacable. Para nosotros de lo que se trata es de aplastar al fascismo, de manera que no pueda levantar jamás la cabeza en España. Estamos decididos a terminar de una vez por todas con él, y esto a pesar del Gobierno..."
-"¿Por qué dice usted a pesar del Gobierno? ¿Acaso no está este Gobierno luchando contra la rebelión fascista?" pregunté sorprendido.
-"Ningún Gobierno en el mundo pelea contra el fascismo hasta suprimirlo" -me respondió Durruti-. "Cuando la burguesía -agregó- ve que el poder se le escapa de las manos, recurre al fascismo para mantener el poder de sus privilegios. Y esto es lo que ocurre en España. Si el Gobierno republicano hubiera deseado terminar con los elementos fascistas, hace ya mucho tiempo que hubiera podido hacerlo. Y en lugar de eso, temporizó, transigió y malgastó su tiempo buscando compromisos y acuerdos con ellos. Aún en estos momentos, hay miembros del Gobierno que desean tomar medidas muy moderadas contra los fascistas. ¡Quién sabe -dijo Durruti, riendo- si aún el Gobierno espera utilizar las fuerzas rebeldes para aplastar el movimiento revolucionario desencadenado por los obreros!"
-"¿Entonces -preguntó Van Passen- usted ve dificultades aun después que los rebeldes sean vencidos?"
-"Efectivamente. Habrá resistencia por parte de la burguesía, que no aceptará someterse a la revolución que nosotros mantendremos en toda su fuerza, contestó Durruti."
El periodista le señaló la contradicción en que se encontraba la revolución que mantenían los anarquistas:
"-Largo Caballero e Indalecio Prieto han afirmado que la misión del Frente Popular es salvar la República y restaurar el orden burgués. Y usted, Durruti, usted me dice que el pueblo quiere llevar la revolución lo más lejos posible. ¿Cómo interpretar esta contradicción?"
"-El antagonismo es evidente" -me respondió-. "Como demócratas burgueses, esos señores no pueden tener otras ideas que las que profesan. Pero el pueblo, la clase obrera, está cansado de que se le engañe. Los trabajadores saben lo que quieren. Nosotros luchamos no por el pueblo sino con el pueblo, es decir, por la revolución dentro de la revolución. Nosotros tenemos conciencia de que en esta lucha estamos solos, y que no podemos contar nada más que con nosotros mismos. Para nosotros no quiere decir nada que exista una Unión Soviética en una parte del mundo, porque sabíamos de antemano cuál era su actitud en relación a nuestra revolución. Para la Unión Soviética lo único que cuenta es su tranquilidad. Para gozar de esa tranquilidad, Stalin sacrificó a los trabajadores alemanes a la barbarie fascista. Antes fueron los obreros chinos, que resultaron victimas de ese abandono. Nosotros estamos aleccionados, y deseamos llevar nuestra revolución hacia adelante, porque la queremos para hoy mismo y no, quizá, después de la próxima guerra europea. Nuestra actitud es un ejemplo de que estamos dando a Hitler y a Mussolini más quebraderos de cabeza que el Ejército Rojo, porque temen que sus pueblos, inspirándose en nosotros, se contagien y terminen con el fascismo en Alemania y en Italia. Pero ese temor también lo comparte Stalin, porque el triunfo de nuestra revolución tiene necesariamente que repercutir en el pueblo ruso."


Van Passen recapitula:
"Este es el hombre que representa a una organización sindical que cuenta aproximadamente con dos millones de afiliados y sin cuya colaboración la República no puede hacer nada, incluso en el supuesto de una victoria sobre los sublevados. Yo quise conocer su pensamiento porque para comprender lo que está sucediendo en España es preciso saber cómo piensan los trabajadores. Por esa razón he interrogado a Durruti, porque por su importancia popular es un auténtico y característico representante de esos trabajadores en armas. De sus respuestas resulta claramente que Moscú no tiene ninguna influencia ni autoridad para hablar en nombre de los trabajadores españoles. Según Durruti, ninguno de los Estados europeos se siente atraído por el sentimiento libertario de la revolución española, sino deseosos de estrangularla."
-"¿Espera usted alguna ayuda de Francia o de Inglaterra, ahora que Hitler y Mussolini han comenzado a ayudar a los militares rebeldes?" pregunté.
-"Yo no espero ninguna ayuda para una revolución libertaria de ningún gobierno del mundo" respondió Durruti secamente. Y agregó: -"Puede ser que los intereses en conflictos de imperialismos diferentes tengan alguna influencia en nuestra lucha. Eso es posible. El general Franco está haciendo todo lo posible para arrastrar a Europa a una guerra, y no dudará un instante en lanzar a Alemania en contra nuestra. Pero, a fin de cuentas, yo no espero ayuda de nadie, ni siquiera, en última instancia, de nuestro Gobierno."
-"¿Pueden ustedes ganar solos?" pregunté directamente.
Durruti no respondió. Se tocó la barbilla, pensativamente. Sus ojos brillaban. Y Van Passen insistió en la pregunta:
-"Aun cuando ustedes ganaran, iban a heredar montones de ruinas" -me aventuré a interrumpir su silencio.
Durruti pareció salir de una profunda reflexión, y me contestó suavemente, pero con firmeza:
-"Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por algún tiempo. Pero no olvide que los obreros son los únicos productores de riqueza. Somos nosotros, los obreros, los que hacemos marchar las máquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos ciudades... ¿Por qué no vamos, pues, a construir y aún en mejores condiciones para reemplazar lo destruido? Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la burguesía tratará de arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero -le repito- a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones", dijo, murmurando ásperamente. Y luego agregó: "Ese mundo está creciendo en este instante".


Hacia las diez de la mañana, los voluntarios que iban a integrar la Columna Durruti comenzaron a afluir al Paseo de Gracia, donde un numeroso público había acudido también a presenciar la marcha de aquella extraña caravana, compuesta de camiones, autobuses, taxis y turismos. El entusiasmo era inmenso. El triunfo rápido en Barcelona autorizaba el optimismo. Y esa expedición hacia Aragón era concebida por muchos como un rápido paseo.
Hacia el mediodía, la columna compuesta de unos dos mil hombres se puso en marcha en un delirio de vivas, de puños levantados y de estribillos de cantos revolucionarios, sonando el más potente de "¡A las Barricadas!" el himno de la CNT-FAI.
A la cabeza iba un camión con una docena de jóvenes, entre los cuales destacaba la hercúlea figura de José Hellín blandiendo una bandera rojinegra, que por defenderla en Madrid morirá el 17 de noviembre, haciendo saltar a bombazos las tanquetas italianas. Detrás seguía la centuria que llevaba como delegado al metalúrgico Arís. Luego cinco centurias, que pronto iban a destacarse como una verdadera fuerza de élite como dinamiteros: eran los mineros de Figols y Sallent; y también los marineros del Transporte Marítimo, que se destacarían como guerrilleros, llevando siempre en la delantera al marinero Setonas.
Como delegado de la III Centuria iba El Padre, viejo luchador que había formado en las filas de Pancho Villa en la revolución mexicana. La IV Centuria llevaba como delegado al obrero del textil Juan Costa; y la V, formada exclusivamente de obreros metalúrgicos, la representaba el joven libertario Muñoz, de 19 años.
Entre dos autocares marchaba un "Hispano", en el que iban Durruti y Pérez Farràs. Durruti iba silencioso, extraño y ajeno a los vivas y los puños levantados. Sentía la responsabilidad que las circunstancias le habían deparado. El setenta por ciento de los hombres que componían su columna era la flor y nata de las juventudes anarquistas de Barcelona. Jóvenes, y menos jóvenes, todos conocieron antes y durante el 19 de julio los combates callejeros y los enfrentamientos contra la Fuerza Pública. Pero no conocían la lucha en terreno descubierto, es decir, la guerra.
Antes de salir de Barcelona, Durruti se dirigió a los hombres de la Columna con un discurso en el cuartel Bakunin. En él quiso prevenir a todos sobre la diferencia que existía entre la lucha que ellos conocían y la que se iba a afrontar en Aragón. Pero él sabía que las palabras no pueden sustituir a la experiencia. Habló de los bombardeos de la aviación y de los cañonazos que precedían a los ataques. De los combates cuerpo a cuerpo con arma blanca. Y sobre todo insistió en la diferencia que existía entre un ejército burgués y el proletariado en armas, en su comportamiento con los campesinos y las poblaciones de retaguardia.
Seguía aún en pie el problema del mando. Su posición había sido netamente expuesta ante el Comité Central de Milicias Antifascistas, y repetida más tarde a Pérez Farràs. Durruti conocía la confianza que le otorgaban sus compañeros, y que yendo él delante todos le seguirían, incluso si los llevaba a la muerte. Pero la muerte no era el fin que perseguía Durruti, sino la vida. Un militar puede, desde su puesto de mando y sin ningún escrúpulo, enviar a la gente a la muerte; reemplaza las bajas y asunto concluido. Pero Durruti sabía que la mayor parte de los hombres que le seguían eran militantes revolucionarios, y tales hombres son irremplazables. En su reflexión entraban unas palabras que pronunciara Néstor Makhno en su presencia:
"La diferencia que existe entre un militar que manda y un revolucionario que dirige, reside en que el primero se impone por la fuerza, mientras que el segundo no dispone de más autoridad que la que se deriva de su propia conducta".
Vicente Guarner juzga a los dos hombres que iban al frente de la Columna:
"Durruti, el jefe, a quien traté personalmente, era de una personalidad impresionante. De unos cuarenta años, decidido, de mirada penetrante e infantil, de estatura más que mediana, había sido obrero ferroviario. Pérez Farràs, leridano, era de un valor impulsivo, vehemente en sus opiniones, alto de estatura, de frente despejada y con talento natural, oscurecido por momentáneas obcecaciones..."
[...]


A medida que la Columna avanzaba, y al pasar por los pueblos, la gente se agolpaba para ver pasar la caravana. Más de uno exclamaba, al ver a Durruti:
"-¡Pero, no puede ser un jefe! ¡No lleva galones!"
Otros, mejor informados, replicaban "que un anarquista nunca es jefe y, por la tanto, no lleva galones".
En otros lugares, los campesinos recibían a la Columna con gritos de alegría y vivas a la CNT-FAI. En todos los lugares donde la Columna hacía un alto, y los campesinos se arrimaban en tomo de los llegados, Durruti descendía del coche para hablar con los vecinos del pueblo:
"-¿Habéis organizado ya vuestra colectividad? No esperéis más. ¡Ocupad las tierras! Organizaos de manera que no haya jefes ni parásitos entre vosotros. Si no realizáis eso, es inútil que continuemos hacia adelante. Tenemos que crear un mundo nuevo, diferente al que estamos destruyendo. Si no es así, no vale la pena que la juventud muera en los campos de batalla. Nuestro campo de lucha es la revolución".
De este modo iba naciendo, al paso de la Columna, y antes de emprender la batalla contra los militares fascistas, un mundo nuevo, porque ése y no otro era el objetivo del combate.
En Caspe hubo un primer encuentro con los fascistas. El capitán de la Guardia Civil, Negrete, había dominado el pueblo. Desde el día 23 de julio, un grupo importante de milicianos que habían salido por su cuenta y riesgo de Barcelona, entre los que se encontraban los hermanos Subirats, presentaron batalla; ya estaban entregados a ella cuando llegó la Columna allí, y gracias a su intervención se liberó Caspe. Con esa conquista, la Columna fue ya engrosándose y detrás de ella fueron quedando los pueblos de Fraga, Candasnos, Peñalba, La Almanda, etc., llegando a Bujaraloz el día 27 de julio, donde, provisionalmente, se instaló el Comité de Guerra.
Al día siguiente, la Columna se puso en marcha hacia el Ebro, con objetivos en Pina y Osera para alcanzar Zaragoza. Al poco de ponerse en marcha, y a unos kilómetros de Bujaraloz, la Columna entró en contacto con la realidad de la guerra. La aviación fascista salió a su encuentro bombardeándola, acción que desmoralizó a no pocos de los milicianos que, llenos de pánico, echaron a correr. La reacción era lógica. El bombardeo, por su sorpresa, había sido mortífero, causando una docena de muertos y más de veinte heridos, entre ellos el comandante de Artillería Claudín, que mandaba las tres baterías de la Columna.


Un grupo de los que componían la Columna, obrando por instinto, se interpuso a los que corrían y con su prestancia de ánimo impidieron que se contagiara el pánico y terminar aquella expedición en una lamentable retirada. Ante aquel choque, Durruti comprendió que era preferible dar marcha atrás e informarse mejor sobre las posiciones del enemigo, evitando con ello caer en una emboscada. En ese retorno hacia Bujaraloz, Durruti se enteró que en uno de los camiones se encontraba Emilienne, enrolada también como miliciana. La miró sonriendo, sin hacer comentario alguno. Sobre este encuentro, Mimi escribe:
"Fue en ese pueblo (Bujaraloz), hoy ya histórico, donde encontré a mi compañero, después de dos semanas de separación. Pasada la primera emoción, organizamos inmediatamente el Cuartel General de la Columna. En una habitación sombría y húmeda, comenzamos las primeras tareas y sin material organizamos la primera administración de esta Columna de mil hombres que iba rápidamente a crecer. Fue de ese pequeño pueblo, triste y austero, de donde salió toda la formación de nuestra Columna, bien imperfecta al principio, pero que poco a poco estuvo en la medida de dar satisfacción a las enormes necesidades de varios miles de hombres".
Vueltos ya a Bujaraloz, Durruti tuvo una primera discusión con Pérez Farras. Como militar profesional que era éste, y no aprobando los métodos que Durruti empleaba, aprovechó la circunstancia habida para recomendarle que estructurara mejor la Columna y revisara su plan de ataque a Zaragoza. En cualquier otro momento Durruti hubiera acogido las observaciones de Farras de buen grado, pero entonces sintió un punzante orgullo herido, ya que comprendía que esas observaciones no eran desinteresadas sino que nacían de una crítica al modo de organización libertaria. Durruti le repuso que cualquiera que no fuese libertario hubiera corrido también despavorido ante el citado ataque. Pero que existía la diferencia de "que esos hombres que habían corrido hoy, mañana se batirían como leones, pero sólo si se les trataba como obreros sorprendidos y no como soldados desertores ante el enemigo".
Desde el balcón de la alcaldía de Bujaraloz, Durruti se dirigió a los hombres de la Columna que se habían concentrado en la plaza. Pronunció un discurso duro; quizá, según confesión de uno de los oyentes, el más sentido discurso que Durruti había pronunciado en su vida militante:
"Amigos, nadie ha venido a esta Columna forzado. Es cada uno de vosotros que habéis elegido libremente vuestra suerte, y la suerte de la primera columna de la CNT y de la FAI es muy ingrata. García Oliver lo anunció por radio en Barcelona: salíamos para Aragón a conquistar Zaragoza o dejar la vida en el intento. Yo repito la misma cosa: antes que retroceder, hay que morir. Zaragoza está en manos de los fascistas, y allí se encuentran centenares, miles de obreros bajo la amenaza de los fusiles, que pueden dispararse a cada instante ocasionando la muerte de nuestros hermanos. ¡¿Para qué hemos salido de Barcelona, sino es para liberarles?! Ellos nos esperan y nosotros, ante el primer ataque enemigo, echamos a correr. ¡Hermosa manera de mostrar al mundo y a nuestros compañeros el coraje de los anarquistas que se llenan de miedo ante tres aviones!
La burguesía no nos permitirá implantar el comunismo libertario simplemente porque ése es nuestro deseo. La burguesía resistirá porque ella defiende sus intereses y sus privilegios. El único medio que tenemos nosotros para implantar el comunismo libertario es destruyendo la burguesía. El camino de nuestro ideal es seguro, pero hay que seguirlo con coraje. Esos campesinos que hemos dejado tras nosotros, y que han comenzado a poner en práctica nuestras teorías, lo han hecho tomando nuestros fusiles como garantía de su cosecha. Si dejamos el camino libre al enemigo, eso quiere decir que esas iniciativas tomadas por los campesinos son inútiles, y lo que es peor aún, los vencedores les harán pagar su audacia asesinándoles. Es éste y no otro el sentido de nuestro combate. Lucha ingrata que no se parece a ninguna de las que hemos librado hasta ahora. Lo que ha pasado hoy no es nada más que una simple advertencia. Ahora la lucha va a empezar de verdad. Nos enviarán toneladas de metralla y tendremos que defendemos con bombas de mano y hasta con cuchillos. A medida que el enemigo se sienta cercado nos morderá como una bestia acorralada. Y morderá duramente. Pero aún no ha llegado a ese punto, y ahora se bate para no caer bajo el peso de nuestras armas. Y es más, él cuenta con el apoyo de Alemania y de Italia, y nosotros contamos nada más que con la fe en nuestro ideal, pero contra esa fe se han quebrado los dientes todas las represiones. Y hoy se los tiene que quebrar también el fascismo.
Nosotros contamos a nuestro favor la victoria que hemos conseguido en Barcelona, y debemos aprovechar con rapidez esa ventaja, porque si no la aprovechamos, el enemigo, abastecido por los alemanes e italianos, será más fuerte que nosotros y nos impondrá la dura ley del vencido.
Nuestra victoria depende de la rapidez de nuestra acción. Cuanto más pronto ataquemos, más posibilidades tenemos de triunfo. Hasta este momento, la victoria está de nuestro lado, pero no será consolidada si no tomamos inmediatamente Zaragoza... Mañana no puede repetirse lo de hoy. En las filas de la CNT y de la FAI no hay cobardes. No queremos entre nosotros gente que se asusta ante los primeros disparos...
A los que han corrido hoy, impidiendo a la Columna avanzar, yo les pido que tengan el coraje de dejar caer el fusil para que sea empuñado por otra mano más firme... Los que quedemos proseguiremos nuestra marcha. Conquistaremos Zaragoza, libertaremos a los trabajadores de Pamplona, y nos daremos la mano con nuestros compañeros mineros de Asturias y venceremos, dando a nuestro país un nuevo mundo. Y a los que vuelvan, después de estos combates, yo les pido que no digan a nadie lo que ha ocurrido hoy... porque nos llena de vergüenza".


Y un testigo presencial comenta:
"Nadie soltó el fusil, pero aquellos que habían corrido lloraron de rabia ante sus compañeros. La lección había sido dura, pero esos hombres renacieron aquel día. Muchos de ellos fueron excelentes guerrilleros, y muchos también murieron en el transcurso de los treinta y dos meses de lucha desesperada".
La Columna Durruti emprendió su marcha hacia el Ebro, tomando Pina y Osera en combates bastante empeñados. Llegó hasta unos veinte kilómetros de Zaragoza, pero quedó detenida por el río y por la resistencia que opusieron las tropas de la capital aragonesa, estableciendo las tropas de Durruti una buena y eficaz red de trincheras y nidos de ametralladoras en sus últimas posiciones. Desde el Comité Central de Milicias se dio orden a esta Columna de detener su avance y estabilizarse, para esperar que la columna Ortiz, en el sur del Ebro, dominase Quinto y Belchite. Días antes vadearon con bastante dificultad este río fuerzas de dicha Columna, e hicieron prisioneros por sorpresa a una fuerza de caballería con un capitán y dos tenientes en el pueblo de Quinto, rechazándose con bastante frecuencia los contraataques de las tropas zaragozanas.
"Era de gran utilidad la información obtenida por esta Columna. Casi cada noche salían obreros de Zaragoza y entraban milicianos armados en la ciudad. Y así pudimos enterarnos de que muchos oficiales navarros habían sido instruidos en Italia y que, a finales de julio, al general Cabanellas le había sucedido en el mando de la V División el general Germán Gil Yuste".
La importancia de la cita anterior reside en el hecho de que, por una vez, se nos aclara de dónde partió la orden que detuvo la marcha de la Columna a veinte kilómetros de Zaragoza. Los técnicos militares todos son coincidentes en apreciar que era indispensable esperar la llegada de las Columnas que partían de Barcelona, para poder atacar frontalmente Zaragoza. Durruti, después de discutir en Bujaraloz con el coronel Villalba {oficial de confianza del C.C. de M.A. en Aragón) y otros jefes militares, pareció aceptar dicha teoría, mejorando sus posiciones entretanto con la conquista de Pina y Osera y entregándose a la vez a una reestructuración de la Columna. Sin embargo, los más destacados militantes de Aragón, como José Alberola, juzgaron erróneo el que la Columna no se lanzara a la conquista de Zaragoza, basándose en dos factores: primero, en la explotación del momento psicológico, que daba el hecho de la victoria de Barcelona y Cataluña y, segundo, que el ataque no debía ser frontal, sino por Calatayud, por la izquierda de Zaragoza y por Tardienta a su derecha. Más tarde, cuando se evidenció ya imposible la conquista de Zaragoza, Durruti hubo de reconocer su error, que él lo justificó señalando el riesgo que entrañaba un ataque en el que podía quedar completamente diezmada la Columna y, con ello, el sacrificio estéril de los compañeros que la integraban.
[...]
El profundo proceso revolucionario abierto en España atrajo hacia su tierra a infinidad de personas de las más variadas características: militantes, intelectuales, periodistas, políticos, historiadores, y, por supuesto, también a intrigantes y aventureros. La mayoría traía un cliché determinado, y bajo él deseaban apreciar los sucesos de la Península, por lo que sin conocer la historia de nuestro país ni las razones por las cuales se había producido aquella guerra, lo juzgaban todo con aires de suficiencia, observando a los españoles como bichos raros. A ese prejuicio se agregaba el hecho de que el anarquismo, que iba de capa caída en el mundo, se mantuviera lozano en España. Y, en consecuencia, como del anarquismo se tenía un falso concepto, no se podía aceptar que en España pudiera jugar un papel predominante en la vida del país como fuerza organizadora. Además, por una coincidencia histórica, en España se iba a replantear el debate que iniciaron, setenta años atrás, Carlos Marx y Miguel Bakunin. Era lógico que los seguidores de Carlos Marx se entregaran por sectarismo y siguiendo las órdenes de Stalin a denigrar cuanto no fuese obra de ellos, particularmente si los realizadores eran anarquistas. En el aspecto concreto del frente de Aragón, con relación a la organización de las milicias, los elementos de obediencia estalinista o trotskista intentaron imprimir un carácter castrense a sus fuerzas milicianas, pero hubieron de renunciar ante la oposición de los propios milicianos, aunque éstos no fueran voluntarios. El POUM intentó codificar la vida de las milicias bajo reglamento castrense, y hubo de renunciar. Aragón, con sus cuatrocientas colectividades agrícolas y los dieciséis mil combatientes de la CNT-FAI, había cambiado la fisonomía de su territorio en lo tocante a las relaciones sociales, y ya era imposible volver atrás.
La estructura "militar" de las milicias no satisfacía a los visitantes extranjeros, que la juzgaban ineficaz y condenada al fracaso. Koltsov, corresponsal ruso del diario bolchevique Pravda de Moscú, que visitó el frente de Aragón a mediados de agosto, se burlará de este sistema de milicias proletarias de la misma manera que sus colegas burgueses. No obstante, escritores y otros hombres mejor preparados para la comprensión de los problemas que presentaba la Revolución, rindieron homenaje a esas fuerzas revolucionarias que habían hecho retroceder a las fuerzas armadas insurrectas.


Entre estos últimos testimonios el más significativo de todos es el de George Orwell, combatiendo en Aragón, y no precisamente entre las fuerzas anarquistas:
"Los periodistas que se burlaban del sistema de las milicias pocas veces recordaban que éstas tuvieron que contener al enemigo mientras el Ejército Popular se adiestraba en la retaguardia. Y el mero hecho de que las milicias hayan permanecido en el frente constituye un tributo a la fuerza de la disciplina revolucionaria, pues, hasta junio de 1937, lo único que las retuvo allí fue la lealtad de clase".
Orwell podía incluso ser más concreto, preguntando a esos periodistas: ¿Qué hubiera sucedido si esos milicianos, cuando se produjo la sublevación militar, en vez de salir hacia Aragón se hubieran metido en un cuartel para aprender la "instrucción" militar y marcar el paso? No hay que ser un lince para saber que, licenciado el Ejército por la República el 20 de julio, y pasadas las tres cuartas partes de los oficiales del mismo al bando enemigo, los rebeldes se hubieran adueñado de España en 24 horas, porque no existía un Ejército para impedírselo. Fueron esas milicias las que pararon, como pudieron, el avance de los sublevados. Cuando después de un año de lucha se contaba ya con un medio Ejército, infiltrado de estalinistas, fue, como escribe Orwell, el momento de atacar no a las milicias, sino a las bases sobre las cuales descansaban esas milicias.
"Más tarde se puso de moda criticar a las milicias y sostener que los fallos debidos a la falta de armamento y de adiestramiento eran el resultado del sistema igualitario... En la práctica, el estilo revolucionario de la disciplina merece más confianza... En un Ejército compuesto por obreros, la disciplina tiene que ser voluntaria... En las milicias, los abusos que son inherentes al Ejército no se hubieran tolerado un solo momento... Los castigos militares existían, pero eran aplicados en casos muy graves... La disciplina revolucionaria depende de la conciencia política, de una comprensión de por qué deben obedecerse las órdenes; necesita tiempo para formarse, pero también se necesita tiempo para convertir a un hombre en un autómata dentro de un cuartel. Dentro de las milicias se intentó crear una especie de modelo provisto de la sociedad sin clases...".
En los primeros días de agosto, aunque no puede hablarse de inactividad, la actividad que se llevaba a cabo no satisfacía a Durruti. El no era hombre de estar sentado, ni tampoco partidario de pasar su tiempo en inocuas conversaciones, que son las que se desarrollan generalmente cuando se espera algo que no llega. Iba de un lado para otro, visitando los puestos avanzados e interesándose por todos los detalles que pudieran informarle del movimiento del enemigo. El amanecer era el momento más importante en la vida de Durruti, porque era a esa hora cuando llegaban los compañeros que habían salido en misión especial al campo enemigo o a la ciudad de Zaragoza; los informes que traían eran aprovechados para mejor reforzar las líneas defensivas de la Columna, y cuando eran de orden general, se retransmitían al Comité Central de Milicias Antifascistas.
Los golpes de mano en campo enemigo daban también sus frutos: bien fuera realizando prisioneros, haciendo saltar con dinamita posiciones enemigas o agenciándose armas o munición que comenzaba ya a escasear de manera alarmante. Pero todo esto era insuficiente para dejar satisfecho a Durruti. y fue entonces cuando fijó su atención en las colectividades campesinas que iban brotando por todo el Aragón liberado con una espontaneidad asombrosa. Las relaciones que se habían establecido entre las colectividades en el sector que ocupaba la Columna y la Columna eran sumamente fraternales. Los campesinos visitaban la Columna, bien fuera para traer víveres o para pedir a Durruti que visitara la colectividad y les diera su opinión de cómo marchaban allí las cosas. Durruti, generalmente, accedía de buen grado, y si no podía enviaba a Carreño u otro compañero, de los tantos que había en la Columna, que pudieran dar su opinión sobre la marcha de la Comunidad visitada.
En el curso de las visitas que efectuó Durruti a las diversas comunidades, valoró la importancia que dicha obra colectivista podía tener para la expansión revolucionaria, y también estimó los peligros a que esa expansión colectivista estaba expuesta si no llegaba a constituir una fuerza unida, y sugirió a los campesinos que crearan una federación que comprendiera todas las colectividades formadas en Aragón. Esa federación -les dijo- no sólo os dará una fuerza organizativa, sino que os permitirá también elaborar planes de conjunto que puedan poner en marcha una economía socialista libertaria. Eso era, según Durruti, tanto más urgente por cuanto había, por parte de los elementos que constituían algunas columnas estalinistas, un propósito deliberado de hacer la vida imposible a los colectivistas. Con la federación, pensaba Durruti, se crearán condiciones nuevas en las que la solidaridad entre los campesinos será la mejor arma de defensa contra los enemigos del colectivismo.
A la vuelta de una de esas visitas a las colectividades, propuso al Comité de Guerra que se diera a conocer a los milicianos la obra que se estaba realizando, y que en vez de permanecer ociosos colaborasen con los campesinos en esa época de la cosecha del trigo. Además, los que estuvieran mejor informados, podrían discutir con los campesinos sobre la sociedad libertaria y sus organismos económicos. Se recogieron varias iniciativas que se pasaron, en forma de volante, para su discusión en las centurias, a fin de que todo el mundo tomara conciencia de la obra que estaba naciendo en Aragón. Los resultados de esa iniciativa fueron altamente positivos. Grupos de jóvenes libertarios fueron los primeros en presentarse como voluntarios para llenar el papel de combatientes-productores. y ése fue el comienzo de lo que en breve sería la Federación de Colectividades Aragonesas, del Consejo de Defensa de Aragón.


Pero no todo era idílico. La guerra existía en su aspecto brutal, y Durruti era el primero que más conciencia tenía de ello, porque el modo de vida que la guerra impone termina por degradar hasta al más revolucionario.
"El fin del hombre no es acechar y matar, sino ¡vivir!, ¡vivir!...", prorrumpía a veces Durruti, mientras daba grandes pasos por la sala en que se había instalado el Comité de Guerra. "Si esta situación se prolonga, terminará con la revolución, porque el hombre que salga de ella tendrá más de bestia que de humano...
Tenemos que darnos prisa, mucha prisa, para terminar cuanto antes".
Estas reflexiones hacían nacer en Durruti una impaciencia devoradora. Muchas noches, sin poder alcanzar el sueño, abandonaba el jergón donde dormía y "se iba hasta los puestos de vanguardia, pasando junto a los centinelas horas enteras contemplando fijamente las luces de Zaragoza. Muchas veces el día le sorprendía en aquella actitud".
A estas preocupaciones venían a agregarse otras que se derivaban de su función de delegado de Columna. Escuchar quejas de campesinos, que se lamentaban por el comportamiento de algunos hombres de su Columna en el pueblo. En general eran cosas mínimas, pero era el signo evidente de los vicios que provoca la guerra en el soldado, aunque sea miliciano, Cuando esto ocurría, trataba de llamar la atención del interesado ante la mayor cantidad posible de gente como medio de hacer reflexionar a la colectividad...
Pero a veces no bastaba la simple reprimenda. Un día encontró a un delegado de Centuria lejos de su sector, y preguntado qué hacía allí, le respondió que cinco hombres de su centuria habían abandonado la guardia y que les buscaba. Al fin se les encontró en un pueblo vecino, entretenidos en beber vino. Durruti se dirigió a ellos:
"¿Os dais cuenta de la gravedad del acto que habéis cometido? ¿No habéis pensado que los fascistas hubieran podido pasar por el puesto que habéis abandonado, y realizar una masacre entre los compañeros que os han confiado su seguridad? ¡Vosotros no sois dignos de pertenecer ni a la Columna ni a la CNT! ¡Dadme vuestros carnets!"
Los interpelados echaron mano a sus bolsillos y le dieron sus carnets, Aquello era lo último que de Durruti podía esperarse:
"-¡Vosotros no sois cenetistas, ni obreros; sois mierda, nada más que mierda! ¡Causáis baja en la Columna! ¡Iros a vuestra casa!"
Lejos de sentirse conmovidos, más bien parecían satisfechos y esa actitud exasperó aún más a Durruti:
"-¿Sabéis que las ropas que lleváis pertenecen al pueblo? Quitaos los pantalones".
Y en calzoncillos fueron conducidos a Barcelona.


Durruti tenía la facultad de pasar de la irritación extrema a la calma más perfecta, debido a que no era una naturaleza mezquina. Llegado al Comité de Guerra, le dijo a Mora que llamara a Barcelona por teléfono porque deseaba hablar con Ricardo Sanz:
"-Ricardo, ¿estás enterado de que hay en Sabadell un partidillo político que tiene en su local ocho ametralladoras escondidas? Te doy 48 horas de tiempo para que me sean enviadas esas ametralladoras... Escucha, envíame también con ellas tres agrónomos".
Y colgó el teléfono, ante la extrañeza de Mora y, seguramente, aún más de la de Ricardo Sanz, que no podía compaginar eso de ametralladoras con agrónomos. Aquel día Durruti había visitado varias colectividades, y en todas se lamentaban de no disponer de personal técnico. Algunas de ellas pedían agrónomos y otro personal técnico que pudiera orientarles sobre ensayos agrícolas que querían hacer sobre nuevos cultivos; y otras, en fin, se quejaban de que los militantes de mayor capacidad habían abandonado la colectividad para enrolarse en la Columna. Durruti tomó el nombre de los militantes reclamados que se habían inscrito en su Columna. Y los mandó llamar al Comité de Guerra. Cuando los tuvo presentes, les dijo:
"-Vuestros servicios no son necesarios en la Columna".
Y viendo el efecto que habían causado sus palabras en aquellos campesinos cambió de tono y les dijo sonriendo:
"-No, no se trata de eso que vosotros pensáis. Yo sé que os batís bien. Que sois valientes y generosos, pero los compañeros de vuestros pueblos os reclaman, os necesitan para poder llevar adelante la obra que habéis comenzado... ¿Qué quedará, después de la guerra, de los tiros que pegamos? La obra que estáis realizando en vuestros pueblos es más importante que el hecho de matar fascistas, porque lo que vosotros matáis con esa obra es el sistema burgués. y lo que seamos capaces de crear en ese sentido será sólo lo único que registrará la historia".


Estos textos están extraídos de la biografía Durruti en la revolución española escrita por Abel Paz. Fundación Anselmo Lorenzo 1996.

miércoles, 8 de abril de 2009

Nasum

Nasum "Wrath", de su disco Shift, año 2004. Una de las mejores bandas grind que se pueden escuchar. Algunos tuvimos la suerte de verlos aquí en Logroño junto a Napalm Death. Mieszko Talarczyk , guitarra y voz, murió en el tsunami que azotó las costas de Tailandia a finales de ese mismo 2004.



domingo, 5 de abril de 2009

La vida y la huelga de los obreros metalúrgicos, Simone Weil. Francia, junio de 1936.

(Este artículo, firmado con el pseudónimo de Simone Galois, está compuesto de manera antitética. La primera parte es un testimonio personal de la autora sobre su experiencia obrera de 1934-1935. La segunda trata de las impresiones recogidas en el curso de las visitas a las fábricas ocupadas [entre ellas la Renault] que Simone Weil realizó a principios de ese famoso mes de junio de 1936. No disimula, sin embargo, los "graves problemas" que plantea el movimiento)


¡Al fin se respira! Es la huelga de los metalúrgicos. El público que ve todo esto desde lejos no lo comprende. ¿Qué es? ¿Un movimiento revolucionario? Sin embargo, todo está tranquilo. ¿Un movimiento reivindicativo? Pero ¿por qué tan profundo, tan general, tan fuerte y tan súbito?
Cuando se tienen ciertas imágenes clavadas en la mente, en el corazón, en la propia carne, se comprende. Se comprende inmediatamente. No tengo más que dejar afluir los recuerdos.
Un taller, algún lugar del suburbio, un día de primavera, durante esos primeros calores tan abrumadores para quienes se esfuerzan. El aire está cargado de olores de pinturas y barnices. Es mi primer día en esta fábrica. El día anterior me pareció acogedora: al final de todo un día recorriendo las calles, presentando certificados inútiles, finalmente esa oficina de contratación tuvo a bien cogerme. ¿Cómo defenderse, en el primer instante, de una sensación de agradecimiento? Estoy en una máquina. Contar cincuenta piezas... colocarlas una a una sobre la máquina, de un lado, no del otro... manejar cada vez una palanca... quitar la pieza... poner otra... otra más... contar más... No voy bastante rápido. La fatiga ya se deja sentir. Hay que hacer un esfuerzo, impedir que un instante de respiro separe un movimiento del movimiento siguiente. ¡Más rápido, aún más rápido! ¡Vamos! He puesto una pieza en el lado equivocado. ¿Quién sabe si es la primera? Hay que prestar atención. Esta pieza está bien colocada. Aquella también. ¿Cuántas he hecho en los últimos diez minutos? No voy bastante rápido. Me esfuerzo más. Poco a poco, la monotonía de la tarea me lleva a soñar. Durante unos instantes, pienso en muchas cosas. Despertar brusco: ¿cuántas he hecho? No deben de ser bastantes. No soñar. Esforzarse más. ¡Si al menos supiera cómo hay que hacerlo! Miro a mi alrededor. Nadie levanta nunca la cabeza. Nadie sonríe. Nadie dice una palabra. ¡Qué solo se está! Hago 400 piezas por hora. ¿Será bastante? Con tal de que mantenga esta cadencia, al menos... El timbre de mediodía, por fin. Todo el mundo se precipita al reloj de control de entrada y salida, al vestuario, fuera de la fábrica. Hay que ir a comer. Todavía tengo algo de dinero, afortunadamente. Pero hay que estar atento. ¿Quién sabe si se quedarán conmigo aquí? ¿Si no estaré en paro todavía durante días y días? Hay que ir a unos de esos restaurantes sórdidos que rodean las fábricas. Son caros, por otra parte. Algunos platos parecen muy tentadores, pero hay que escoger otro, más baratos. También comer es un esfuerzo. Esta comida no es un alivio. ¿Qué hora es? Quedan unos momentos para vaguear. Pero sin alejarse demasiado: fichar con un munuto de retraso es trabajar una hora sin salario. El tiempo avanza. Hay que entrar. Ahí está mi máquina; mis piezas. Hay que comenzar de nuevo. Ir rápido... Me siento desfallecer de fatiga y de hastío. ¿Qué hora es? Todavía faltan dos horas para salir. ¿Cómo podré soportarlo? Se acerca el encargado. "¿Cuántas ha hecho? ¿400 a la hora? Hay que hacer 800. Si no, no la cogeré. Si a partir de ahora hace 800, tal vez acepte que se quede". Habla sin elevar la voz. ¿Por qué habría de elevarla cuando con una palabra puede provocar tanta angustia? ¿Qué responder? "Lo intentaré". Esforzarse. Esforzarse un poco más. Vencer a cada segundo esa sensación desagradable, ese hastío que paraliza. Más rápido. Se trata de doblar la cadencia. ¿Cuántas he hecho al cabo de una hora? 600. Más rápido. ¿Cuántas al cabo de esta última hora? 650. El timbre. Fichar, vestirse, salir de la fábrica, el cuerpo vacío de toda energía vital, el espíritu vacío de pensamiento, el corazón sumido en la repugnancia, en rabia muda, y, por encima de todo, un sentimiento de impotencia y sumisión. La única esperanza para el día siguiente es que se me permita pasar otra jornada semejante. En cuanto a los días que vendrán después, están demasiado lejos. La imaginación se niega a recorrer un número tan gran de minutos sombríos.
Al día siguiente, se me permite volver a mi máquina, aunque el día anterior no haya hecho las 800 piezas exigidas. Pero habrá que hacerlas esta mañana. Más rápido. Aquí está el encargado. ¿Qué me dirá? "Pare". Paro. ¿Qué querrá de mí? ¿Despedirme? Espero una orden. En lugar de una orden, llega una seca reprimenda, siempre en el mismo tono imperioso. "Cuando se le diga que se pare, tiene que levantarse para ir a otra máquina. No hay que dormirse aquí". ¿Qué hacer? Me callo. Obedecer inmediatamente. Ir inmediatamente a la máquina que se me designa. Ejecutar dócilmente los gestos que se me indican. Ningún movimiento de impaciencia: todo movimiento de impaciencia se traduce en lentitud o torpeza. La irritación es buena para los que mandan, está prohibida a los que obedecen. Una pieza. Una pieza más. ¿Hago suficientes? Rápido. He hecho mal una pieza. ¡Atención! Voy más despacio. Rápido. Más rápido...


¿Qué mas recuerdos? Me vienen muy confusos. Mujeres que esperan ante la puerta de la fábrica. No se puede entrar más que diez munutos antes de la hora, y cuando se vive lejos hay que venir veinte minutos antes para no arriesgarse a un minuto de retraso. Se abre un portillo, pero oficialmente "no está abierto". Llueve a mares. Las mujeres está afuero bajo la lluvia, delante de esta puerta abierta. ¿Qué más natural que resguardarse cuando llueve y la puerta de una casa está abierta? Pero ni se piensa en hacer ese movimiento tan natural ante esta fábrica, porque está prohibido. Ninguna casa extraña es tan extraña como esta casa fábrica donde uno gasta cotidianamente sus fuerzas durante ocho horas.
Una escena de despido. Se me despide de una fábrica donde he trabajado un mes, sin que nunca se me haya hecho ninguna observación. Y, sin embargo, se contrata personal todos los días. ¿Qué tiene contra mí? No se han dignado a decírmelo. Vuelvo a la hora de la salida. Ahí está el jefe del taller. Le pido muy educadamente una explicación. Recibo como respuesta: "no tengo que rendirle cuentas", e inmediatamente se va. ¿Qué hacer? ¿Un escándalo? Me arriegaría a que no me contrataran en ninguna otra parte. No, mejor marcharse prudentemente, comenzar de nuevo a patear las calles, a estacionarse ante las oficinas de contratación y, a medida que pasan las semanas, sentir crecer, en el hueco del estómago, una sensación que se instala de manera permanente y de la que es imposible decir en qué medida es angustia y en qué medida es hambre.
¿Qué más? Un vestuario de fábrica, en una semana de invierno riguroso. El vestuario no tiene calefacción. Se entra allí, a veces justo después de haber trabajo delante de un horno. Hay un movimiento de retroceso, como ante un baño de agua fría. Pero hay que entrar. Hay que pasar allí diez minutos. Hay que meter en el agua helada las manos llenas de cortes, en carne viva, hay que frotarlas enérgicamente con serrín de madera para quitar un poco el aceite y el polvo negro. Dos veces por día. Por supuesto, se podrían soportar sufrimientos más penosos, ¡pero estos son tan inútiles! ¿Quejarse a la dirección¿ Nadie piensa en ello ni por un momento. "... Pasan completamente de nosotros". Sea verdad o no, ésa es, en todo caso, la impresión que nos dan. Mejor sufrir todo esto en silencio. Es también menos doloroso.
Conversaciones en la fábrica. Un día, una obrera lleva al vestuario a un chiquillo de nueve años. Surgen las bromas. "¿Le llevas a trabajar?". Ella responde: "Ya me gustaría que pudiese trabajar". Tiene dos chiquillos y un marido enfermo a su cargo. Gana de 3 a 4 francos por hora. Anhela el momento en que, al fin, este chiquillo pueda ser encerrado durante una larga jornada en una fábrica y le lleve unas cuantas monedas. Otra, buena camarda y afectuosa, a la que se pregunta por su familia. "¿Tienes hijos?". "No, afortunadamente. Es decir, tenía uno, pero murió". Habla de un marido enfermo que ha tenido durante ocho años a su cargo. "Murió, afortunadamente". Son hermosos, los sentimientos, pero la vida es demasiado dura...
Escenas de la paga. Se desfila como un rebaño, ante la ventanilla, bajo el ojo de los encargados. No se sabe cuanto se recibirá: habría que hacer siempre cálculos tan complicados que nadie los saca, y con frecuencia hay arbitrariedad. Imposible defenderse del sentimiento de que ese poco dinero que se nos da a través de la ventanilla es una limosna.
El hambre. Cuando se ganan 3 francos a la hora, o incluso 4, o incluso algo más, basta una desgracia, una interrupción del trabajo, una herida, para tener que trabajar durante una semana o más pasando hambre. No la subalimentación, que puede darse permanentemente, incluso sin que haya ninguna desgracia por el medio: el hambre. El hambre, unida a un duro trabajo físico, es una sensación punzante. Hay que trabajar tan rápido como de costrumbre, pues sin no tampoco se comerá la semana siguiente. Y para colmo, uno se arriesga a que le echen una bronca por producción insuficiente. Tal vez el despido. No será una excusa decir que se tiene hambre. Se tiene hambre, pero a pesar de todo hay que satisfacer las exigencias de esas personas por quienes se puede, en un isntante, ser condenado a tener más hambre todavía. Cuando no se puede más, hay que esforzarse. Siempre esforzarse. Al salir de la fábrica, volver inmediatamente a casa para evitar la tentación de cenar, y esperar la hora del sueño, que por otra parte se verá turbado porque también por la noche se tiene hambre. Al día siguiente, volver a esforzarse. Todos esos esfuerzos tendrán su contrapartida: algunos billetes, algunas monedas que se recibirán a través de una ventanilla. ¿Pedir más? No se tiene derecho a nada más. Se está allí para obedecer y callar. Se está en el mundo para obedecer y callar.
Contar céntimo a céntimo. Durante ocho horas de trabajo, se cuenta céntimo a céntimo. ¿Cuántos céntimos supondrán estas piezas? ¿Qué he ganado en esta hora? ¿Y la hora siguiente? Al salir de la fábrica, se sigue contando céntimo a céntimo. Se tiene tal necesidad de distensión, que todas las tiendas atraen. ¿Puedo tomar un café? Pero eso cuesta cincuenta céntimos. Me tomé uno ayer. Me queda tanto para estos quince días. ¿Y esas cerezas? Cuestan tantos céntimos. Se hace la compra: ¿cuánto cuestan aquí las patatas? Doscientos metros más allá cuestan diez céntimos menos. Hay que imponer esos doscientos metros a un cuerpo que se niego a caminar. Los céntimos se convierten en una obsesión. Debido a ellos, nunca se puede olvidar la coacción de la fábrica. Jamás se descansa. O, si se hace una locura, locura a la escala de unos francos, se pasará hambre. No hay que dejarse atrapar en ese círculo. Lleva al agotamiento, a la enfermedad, a la muerte. Pues cuando no se puede producir con bastante rapidez, no se tiene ya derecho a vivir. ¿No vemos a hombres de cuarenta años rechazados en todas partes, en todas las oficinas de contratación, sean cuales sean sus certificados? A los cuarenta años se le considera a uno incapaz. Desdicha de los incapaces.
La fatiga. La fatiga, abrumadora, amarga, por momentos dolorosa hasta el punto de que se desearía la muerte. Todo el mundo, en todas las situaciones saber lo que es estar fatigado, pero para esta fatiga se necesitaría otro nombre. Hombres vigorosos, en la plenitud de sus fuerzas, se duermen de cansancio en el asiento del metro. No después de un duro golpe, sino después de un día de trabajo normal. Un día como será el siguiente y el siguiente, y así siempre. Al entrar en el vagón de metro, al salir de la fábrica, una angustia ocupa todo el pensamiento: ¿encontraré asiento? Sería demasiado duro tener que estar de pie. Pero muy a menudo hay que estar de pie. ¡Cuidado, que el exceso de cansancio no impida dormir! Al día siguiente habrá que esforzarse todavía un poco más.
El miedo. Raros son los momentos del día en que el corazón no está algo comprimido por cualquier angustia. Por la mañana, la angustia de la jornada que hay por delante. En los vagones del metro que lleva Billancourt, hacia las 6.30 de la mañana, se ve la mayoría de los rostros contraídos por esta angustia. Si no se va con tiempo, el miedo al reloj de control. En el trabajo, el miedo a no ir bastante rápido para todos aquellos que tienen dificultades en conseguirlo. El miedo de hacer mal las piezas al forzar la cadencia, porque la rapidez produce una especie de embriaguez que anula la atención. El miedo a todos los pequeños accidentes que pueden ocasionar fallos o la rotura de una herramienta. De manera general, miedo a las broncas. Uno se expondría a muchos sufrimientos sólo por evitar una bronca. La menor reprimenda es una dura humillación, porque uno no se atreve a responder. ¡Y cuántas cosas pueden provocar una reprimenda! Una máquina mal regulada por el ajustador; una herramiento de acero de mala calidad; piezas que no pueden ser bien colocadas; bronca segura. Se va a busca al jefe a través del taller para que le den a uno trabajo, se gana una reprimenda. Si se hubiera esperado en su oficina, también se habría uno arriesgado a una reprimenda. Uno se queja de un trabajo demasiado duro o de un ritmo imposible de seguir, y oye cómo le recuerdan brutalmente que ocupa un lugar que cientos de parados cogerían gustosamente. Para atreverse a quejarse, es perciso no poder ya más. Y ésa es la peor angustia, la angustia de sentir que uno no se agota oque envejece, que pronto ya no podrá más. ¿Pedir un puesto menos duro? Habría entonces que reconocer que ya no se puede ocupar el puesto en que se está. Tiesgo de ser despedido. Hay que apretar los dientes. Aguantar. Como un nadador en el agua. Únicamente con la perspectiva de nadar siempre, hasta la muerte. Ninguna barca por la que poder ser recogido. Si uno se hunde lentamente, si se ahoga, nadie en el mundo se enterará. ¿Qué es uno mismo? Una unidad en los efectivos del trabajo. No cuenta. Apenas existe.
La coacción. No hacer nunca nada, ni siquiera en los detalles, que constituya una iniciativa. Cada gesto es simplemente la ejecución de una orden. En todo caso para los trabajadores especializados en una máquina. En una máquina, para una serie de piezas, hay cinco o seis movimientossimples señalados que se deben repetir a la máxima velocidad. ¿Hasta cuándo? Hasta que reciba la orden de hacer otra cosa. ¿Cuánto durará esta serie de piezas? Hasta que el jefe ordene otra serie. ¿Cuánto tiempo habrá que estar en la máquina? Hasta que el jefe mande ir a otra. En todo momento se está en la situación de poder recibir una orden. Se es una cosa entregada a la voluntad de otro. Como no es natural que un hombre se convierta en cosa, y como no hay coacción tangible, no hay látigo, no hay cadenas, hay que plegarse a esa pasividad. ¡Qué hermoso sería poder dejar el alma en la casilla donde se deja la tarjeta de fichar y cogerla a la salida! Pero no se puede. Se la lleva al taller. Todo el tiempo hay que hacerla callar. A la salida, a menudo ya no se la tiene, porque se está demasiado cansado. O si todavía se la tiene, qué dolor al llegar la noche, al darse cuenta de lo que se ha sido ocho horas durante ese día, y de lo que será ocho horas el día siguiente, y al otro...


¿Qué más? La extraordinaria importancia que adquiere la benevolencia o la hostilidad de los superiores inmediatos, ajustadores, jefe de equipo, encargado, aquellos que dan a su antojo el "bueno" o el "malo" al trabajo, quienes pueden a su voluntad ayudar o reprender en las desgracias. La necesidad perpetua de no desagradar. La necesidad de responder a las palabras brutales sin ningún rasgo de mal humor, e incluso con deferencia, si se trata de un encargado. ¿Qué más? El "mal trabajo". mal cronometrado, sobre el que uno se revienta para no poner dificultades al bueno, porque se arriesgaría a que le echaran una bronca por velocidad insuficiente; el que se equivoca no es nunca el cronometrador. Y si eso se produce con mucha frecuencia, se corre el riesgo de despido. Y aun matándose, no se gana casi nada, justamente porque es un "mal trabajo". ¿Qué más? Pero eso basta. Eso basta para mostrar lo que es una vida semejante, y que si uno se somete a ella, es, como dice Homero sobre los esclavos, "muy a pesar suyo, bajo la presión de una dura necesidad".
Desde el momento que se ha sentido que se debilita la presión, inmediatamente los sufrimientos, las humillaciones, los resentimientos, las amarguras silenciosamente amontonadas durante años, ha constituido una fuerza suficiente para aflojar la opresión. Esa es toda la historia de la huelga. No hay otra.
Burgueses inteligentes creyeron que la huelga había sido provocada por los comunistas para molestar al nuevo gobierno. Yo misma he oído decir a un obrero inteligente que la huelga había sido provocada, sin duda alguna, por los empresarios para molestar a ese mismo gobierno. Esta coincidencia es extraña. Pero no era necesaria ninguna provocación. Uno se doblegaba bajo el yugo. Cuando el yugo se ha aflojado, se ha levantado la cabeza. Y nada más.
¿Cómo es que ha pasado esto? ¡Oh!, muy sencillamente. La unidad sindical no ha constituido un factor decisivo. Por supuesto, es un gran triunfo, pero que representa mucho más en otras corporaciones para los metalúrgicos de la región parisiense entre los que no se contaba, hace un año, más que con algunos miles de sindicados. El factor decisivo, hay que decirlo, es el gobierno del Frente Popular. En primer lugar, se puede por fin -¡por fin!- hacer una huelga sin policía, sin gendarmes. Pero eso vale para todas las corporaciones. Lo que cuenta sobre todo es que las fábricas de mecánica trabajan casi todas para el Estado, y dependen de él para equilibrar su presupuesto. Esto lo sabe cualquier obrero. El obrero, al ver llegar al poder al Partido Socialista, tuvo la sensación de que, ante el patrón, ya no era el más débil. La reacción ha sido inmediata.
¿Por qué los obreros no han esperado la formación del nuevo gobierno? En mi opinión, no es necesario buscar maniobras maquiavélicas. Tampoco nosotros debemos apresurarnos a concluir que la clase obrera desconfía de los partidos o del poder del Estado. Luego tendríamos serias desilusiones. Por supuesto, es reconfortante constatar que los obreros prefieren todavía resolver sus propios asuntos antes que confiarlos al gobierno. Pero no es, creo ese estado de ánimo el que ha determinado la huelga. No. En pimer lugar, no ha habido fuerza para esperar. Todos los que han sufrido saben que cuando uno cree que va a ser liberado de un sufrimiento demasiado largo y demasiado duro, los últimos días de espera son intolerables. Pero el factor esencial está en otra parte. El público, y los empresarios, y el mismo León Blum, y todos aquellos que son extraños a esta vida de esclavitud, son incapaces de comprender lo que ha sido decisivo en este asunto. En este movimiento se trata de otra cosa que de una u otra reivindicación particular, por importante que sea. Si el gobierno hubiera podido obtener plena y entera satisfacción por simples negociaciones, se estaría menos contento. Después de haberse sometido siempre, de haber sufrido todo, de haber aguantado todo en silencio durante y meses años, se trata de atreverse por fin a levantarse. A ponerse de pie. Tomar la palabra. Sentirse hombres durante algunos días. Independientemente de las reivindicaciones, esta huelga es en sí misma una alegría. Una alegría pura. Una alegría sin mezcla.
Sí, una alegría. He ido a ver a los compañeros a una fábrica en la que trabajé hace unos meses. He pasado algunas horas con ellos. Alegría de entrar en la fábrica con la autorización sonriente de un obrero que vigila la puerta. Alegría de encontrar tantas sonrisas, tantas palabras de fraternal acogida. ¡Cómo se siente uno entre compñaeros en esos talleres en los que, cuando trabajaba allí, cada uno se sentía completamente sólo en su máquina! Alegría de recorrer libremente esos talleres don uno estaba clavado en la máquina, de formar grupos, de conversar, de tomar un bocado. Alegría de escuchar música, cantos y risas, en lugar del estrépito despiadado de las máquinas, símbolo tan patente de la dura necesidad bajo la que uno se doblega. Uno se pasea entre esas máquinas a las que ha dado, durante tantas y tantas horas, lo mejor de su sustancia vital, y ellas se callan, ya no cortan dedos, ya no hacen daño. Alegría de pasar delante de los jefes con la cabeza alta. Se deja por fin de tener necesidad de luchar a cada instante para conservar la dignidad a los propios ojos, contra una tendencia casi invencible a someterse en cuerpo y alma. Alegría de ver a los jefes mostrarse próximos por la fuerza, estrechar manos, renunciar completamente a dar órdenes. Alegría de verles esperar dócilmente su turno para tener el bono de salido que el comité de huelga consiente en concederles. Alegría de decir lo que se tiene en el corazón a todo el mundo, jefes y camaradas, en esos lugares donde los obreros podían trabajar durante meses uno al lado del otro sin que ninguno de los dos supiera lo que pensaba el vecino. Alegría de vivir, entre esas máquinas mudas, al ritmo de la vida humana -el ritmo que corresponde a la respiración, a los latidos del corazón, a los movimientos naturales del organismo humano- y no a la cadencia impuesta por el cronometrador. Por supuesto, esa vida tan dura volverá a comenzar en unos días. Pero no se piensa en ello, todos están como los soldados de permiso durante la guerra. Y después, llegue lo que llegue después, siempre se habrá tenido eso. Finalmente, por vez primera, y para siempre, flotarán alrededor de esas pesadas máquinas otros recuerdos que el silencio, la coacción, la sumisión. Recuerdos que pondrán un poco de orgullo en el corazón, que dejarán un poco de calor humano sobre todo ese metal.
Distensión completa. No se tiene esa energía ferozmente tensa, esa resolución mezclada con angustia tan a menudo observada durante las huelga. Hay resolución, por supuesto, pero sin angustia. Se está feliz. Se canta, pero no La Internacional, sino la Joven Guardia; se cantan canciones, simplemente, y eso está muy bien. Algunos hacen bromas, de las que se ríe por el placer de oírse reír. No hay mala intención. Por supuesto, se es feliz por hacer sentir a los jefes que ya no son los más fuertes. Les toca a ellos. Eso les hace bien. Pero no se es cruel. Se está demasiado contento. Se está seguro de que los patronos cederán. Se cree que habrá un nuevo golpe duro al cabo de algunos meses, pero se está preparado. Se dice que si ciertos patronos cierran sus fábricas, el Estado las reabrirá. No se pregunta ni por un instante si podrá hacerlas funcionar en las condiciones deseadas. Para todo francés, el Estado es una fuente de riqueza inagotable. La idea de negociar con los patronos, de lograr compromisos, no se le ocurre a nadie. Se quiere conseguir lo que se pide. Se quiere conseguir porque las cosas que se pide, se desean, pero sobre todo porque después de haber estado tanto tiempo sometidos, para una vez que se levanta la cabeza, no se quiere ceder. Nadie quiere dejarse aplastar, o ser tomado por imbécil. Después de haber ejecutado pasivamente tantas y tantas órdenes, es muy bueno poder por fin darlas por una vez a aquellos de los que se recibían. Pero lo mejor de todo es sentirse hermanos hasta tal punto...
Y las reivindaciones, ¿qué pensar de ellas? En primer lugar, hay que señalar un hecho muy comprensible, pero muy grave. Los obreros hacen la huelga, pero dejan a los militantes el cuidado de estudiar los detalles de las reivindicaciones. El hábito de la pasividad contraído cotidianamente durante años y años no se pierde en unos días, ni siquiera en unos días tan hermosos. Y además, no es en el momento en que uno se ha evadido por unos días de la esclavitud cuando se puede encontrar en uno mismo el valor de estudiar las condiciones de la coacción bajo la que se ha estado doblegado día tras día, bajo la que se seguirá doblegando. No se puede pensar en eso todo el tiempo. Hay límites en las fuerzas humanas. Uno se contenta con gozar, plenamente, sin pensar en nada más, del sentimiento de que por fin se cuenta para algo; que se va a sufrir menos; que se tendrán vacaciones pagadas -ésta, se dice con los ojos brillantes, es una reivindicación que no se arrancará ya del corazón de la clase obrera-, que se tendrán mejores salarios y algo que decir en la fábrica, y que todo esto no se habrá simplemente obtenido, sino impuesto. Por una vez, uno se deja mecer por esos dulces pensamientos; no se consideran más de cerca.
Ahora bien, este movimiento plantea graves problemas. El problema central, en mi opinión, es la relación entre los problemas materiales y los problemas morales. Hay que mirar las cosas de frente. ¿Es que los salarios reclamados superan las posibilidades de las empresas en el marco del régimen? Y si es así ¿qué hay que pensar de ello? No se trata simplemente de la metalurgia, ya que con todo derecho el movimiento reivindactivo se ha hecho general. ¿Entonces? ¿Asistiremos a una nacionalización progresiva de la economía bajo el impulso de las reivindicaciones obreras, a una evolución hacia la economía de Esta y el poder totalitario? ¿O a un recrudecimiento del desempleo? ¿O a un retroceso de los obreros, obligados a bajar la cabeza una vez más bajo la coacción de las necesidades económicas? En todos estos casos, este hermoso movimiento tendría un triste final.


Yo percibo, para mí, otra posibilidad. A decir verdad, es delicado hablar de ello públicamente en semejante momento. En pleno movimiento reivindicativo, difícilmente se atreve uno a sugerir que se limiten voluntariamente las reivindicaciones. Mala cosa. Cada cual debe asumir sus responsabilidades. Yo pienso, para mí, que el momento sería favorable, si se lo supiera utilizar, para constituir el primer embrión de un control obrero. Los patronos no pueden conceder satisfacciones ilimitadas, se entiende; que al menos no sean ya los único jueces de lo que pueden o dicen poder. Que en todas partes donde los patronos invoquen como motivo de resistencia la necesidad de equilibrar el presupuesto, los obreros establezcan una comisión de control de cuentas constituida por algunos de ellos, un representante del sindicato, un técnico miembro de una organización obrera. ¿Por qué, allá donde la distancia entre las reivindicaciones obreras y las ofertas de la patronal es grande, no se aceptaría reducir considerablemente las pretensiones hasta que la situación de la empresa mejorara y bajo la condición de un control sindical permanente? ¿Por quá incluso no prever en el contrato colectivo, para las empresas que estén al borde de la quiebra, una posible derogación de las cláusulas que se refieren a los salarios, bajo la misma condición? Habría entonces al fin y por primera vez, a continuación de un movimiento obrero, una transformación duradera en la relación de fuerzas. Vale la pena que los militantes responsables reflexionen seriamente sobre este punto.
Otro problema, que concierne más particularmente al infierno de la mecánica, debe también considerarse. Es la repercusión de las nuevas condiciones salariales sobre la vida cotidiana del taller. En primer lugar, la desigualdad entre las categorias ¿se mantendrá íntegramente o disminuirá? Sería deplorable mantenerla. Anularla sería un alivio, un progreso prodigioso en cuanto a la mejora de relaciones entre los obreros. Si uno se siente solo en una fábrica, y es normal que uno se sienta allí muy solo, es en gran parte a causa del obstáculo que para las relaciones de compañerismo suponen estas pequeñas desigualdades, grandes por relación a esos escuálidos salarios. Aquel que gana un poco menos envidia al que gana un poco más. El que gana algo más desprecia al que gana algo menos. Es así. No es así para todos, pero es así para muchos. Sin duda, todavía no se puede establecer la igualdad, pero al menos se pueden disminuir considerablemente las diferencias. Hay que hacerlo. Pero esto es lo que me parece más grave: habrá, para cada categoría, un salario mínimo. Pero se mantiene el trabajo a destajo. ¿Qué sucederá entonces en caso de los bons coulés, es decir, en el caso en que el salario calculado en función de las piezas realizadas sea inferior al salario mínimo? El patrón abonará la diferencia, por supuesto. La fatiga, la falta de vivacidad, la mala suerte de que lo que hagas sea considerado "mal trabajo" o de trabajar en una máquina estropeada no serán ya castigada automáticamente mediante una bajada casi ilimitada de salarios. No se verá ya a una obrera ganar doce francos en una jornada porque haya tenido que esperar cuatro o cinco horas a que se termine de arreglar su máquina. Muy bien. Pero es de temer entonces que ese injusto castigo de un salario irrisorio sea sustituido por un castigo más despiadado, el despido. El jefe sabrá a qué obreros ha debido aumentar el salario para observar la cláusula del contrato, sabrá qué obreros han quedado con más frecuencia por debajo del mínimo. ¿Se le podrá impedir que se les ponga en la calle por rendimiento insuficiente? ¿Pueden extenderse hasta ahí los poderes del delegado de taller? Esto me parece casi imposible, sean cuales sean las cláusulas del contrato colectivo. Desde ese momento, es de temer que a la mejora de los salarios corresponda una nueva agravación de las condiciones morales del trabajo, un terror aumentado en la vida cotidiana del taller, una agravación de esta cadencia de trabajo que ya rompe el cuerpo, el corazón y el pensamiento. Una ley implacable, desde hace veinte años, para hacer que todo ayude a la agravación de la cadencia.
Siento terminar con una nota triste. Estos días, los militantes tienen una terrible responsabilidad. Nadie sabe cómo irán las cosas. Son de temer varias catástrofes. Pero ningún temor borra la alegría de ver levantar la cabeza a aquellos que siempre, por definición, la inclinan. No tienen, por más que se suponga desde fuera, esperanzas ilimitadas. Ni siquiera sería exacto hablar en general de esperanza. Saben bien qe a pesar de las mejoras conquistadas, el peso de la opresión social, alejado por un instante, recaerá sobre ellos. Saben que se van a encontrar bajo una dominación dura, seca y sin miramientos. Pero lo que es ilinitado es la felicidad presente. Está al fin afirmados. Al fin han hecho sentir a sus amos que existen. Someterse a la fuerza es duro; dejar creer que uno quiere someterse, es demasiado. Hoy nadie puede ignorar que aquellos a los que se les ha asignado como único papel en esta tierra doblegarse, someterse y callarse, se doblegan, se someten y se callan solamente en la medida precisa en que no pueden hacer otra cosa. ¿Sucederá algo distinto? ¿Asistiremos por fin a una mejora efectiva y duradera de las condiciones del trabajo industrial? El futuro lo dirá; pero ese provenir no hay que esperarlo, hay que hacerlo.


Este artículo está escrito por Simone Weil con el pseudónimo Simone Galois. Se publicó en el número 224 de la revista La Révolution polétarienne el 10 de junio de 1936. Está extraído del libro Simone Weil. Escritos históricos y políticos. Editorial Trotta 2007.