martes, 1 de abril de 2008

Francia, otoño del 2005. La hoguera de las vanidades.



""¡Esta noche arde todo!" podría haber sido uno de los grandes éxitos del otoño de 2005. Durante tres semanas, en diferentes suburbios de Francia, centenares de jóvenes pusieron en práctica la vana promesa de este cántico de hinchas...
Los observadores están de acuerdo en que alrededor de unos diez mil jóvenes, quince mil como máximo, participaron de un modo u otro en los incidentes, actuando por lo general en pequeños grupos de entre diez y quince individos: la revuelto aparecía como la extensión de un modo de vida, el de la banda, la tribu, la posse.
Así también se explica que, salvo las tres noches de motines en Cluchy-sous-Bois, los enfrentamientos directos con la policía fueran algo esporádico. Hubo, no obstante, dos excepciones: en Évreux, el sábado 5 de Noviembre por la noche, un grupo de doscientos jóvenes armados con magos de picos, bolas de petanca y cócteles molotov, logró saquear un centro comercial y se enfrentó directamente a la policía; al día siguiente, por la noche, en la barriada de la Grande-Borne, en Grigny (l'Esonne), un ataque de entre doscientos y trescientos jóvenes dejó heridos a una treintena larga de CRS [antidisturbios]. Estos ejemplos vendrían a demostrar que, incluso en el terreno desfavorable de los suburbios, cuyos espacios bien delimitados parecen diseñados para facilitar la intervención de la poli, unos alborotadores pueden atacar con éxito a la policía. Por lo demás, aquel fue un fin de semana bastante caliente, pues en la noche del 6 al 7 se alcanzó el punto culminante de los incendios, con mil cuatrocientos vehículos incendiados en pocas horas en todo el país: mucho más que a través del enfrentamiento con una policía superior en armamento, la revuelta se expresó por medio del fuego.
"El objetivo fueron sobre todo los símbolos del Estado: se quemaron las oficinas y los furgones de correos... Después, hubo enfrentamiento con la poli... por mi parte, sé que con cada piedra que se lanzaba, la gente decía "Ahí tenéis: ¡esto es por Bouna y Zyed! Porque no queremos morir"", contaba un joven de Clichy que precisaba poco más tarde: "En Clichy no se trataba de musulmanes contra otra cosa, sino de los jóvenes de la barriada, que estaban hartos, hartos de su vida, contra el gobierno. No había sólo musulmanes."


Un especialista en el Islam interrogado por un diario parisino declaró que no se trataba de una revuelta integrista (si no nos lo llegan a decir jamás lo habríamos dudado...) sino anarquista. Se aproximaba así un poco más a la verdad, pero omitiendo un detalle de embergadura: los anarquistas practicaban la propaganda por el hecho, y su antagonismo con el Estado estaba orientado por una estrategia a largo plazo (de lo cual da fe el término "gimnasia revolucionaria", acuñado en los años veinte por García Oliver a propósito de la estrategia insurreccional de la FAI), mientras que en la revuelta del otoño de 2005, el antagonismo con el Estado era inmediato. Se impone, sin embargo, otra precisión importante: la revuelta no fue sólo antagonista, sino también agonista. En efecto, los incendios adquirieron enseguida el carácter de un desafío recíproco, de una competición -de una emulación si se prefiere- entre los jóvenes de diferentes suburbios pobres.
"Nos mola verlo arder todo por la tele. Yo casi nunca salgo de mi barrio si no es para ir a mi pueblo, en Argelia, pero con los chavales de Seine Saint-Denis nos comunicamos a través de la pantalla; todas las cadenas emitían imágenes, incluso las teles árabes vía satélite". Si a ello le añadimos el empleo de los Sms y del correo electrónico, tenemos ahí una completa inversión del sentido de las tecnologías abusivamente llamadas de comunicación. "Nos desafiamos a distancia". El desafío -todas las sociedades llamadas primitivas los saben- es el acto que fundamenta la comunicación: aquí el desafío pasa por la mediación del telediario de las ocho. "No existe competencia entre barriadas, es solidaridad pura", declaraban los jóvenes del barrio 112 de Aubervilliers.
Más allá de la protesta contra las coacciones policiales, los incendiarios, habitualmente separados por el urbanismo de los suburbios, aspiraban a reconocerse entre sí. Y al hacerlo, lograron una celebridad escandalosa. Cotidianamente marcados por el hogra -rechazo social- no pueden esperar reconocimiento alguno por parte de la sociedad si no es a través del escándalo. ¡Ya dijo Marx en su época que en Francia bastaba con no ser nada para querer serlo todo! Si los jóvenes de los suburbios no pueden estar por encima de su época, pueden estar a su altura. La sociedad del espectáculo ha consagrado la celebridad como único modo de comunicación, de reconocimiento público, como dejan traslucir las palabras de ese joven incendiario, cuando dice que se comunicaban por medio de la pantalla. El escándalo es la forma negativa de la celebridad.


Cuando en julio de 1981 entró en erupción el barrio pobre de Toxteth en Liverpool, ciudad portuaria la nordeste de Inglaterra, y los motines se extendieron a todo el país en pocas semanas, los media británicos inventaron la expresión copycat riots: motines por mimetismo. Esa clase de expresiones está hecha a medida para destilar discretamente el veneno del desprecio. Habituados a que la protesta, institucionalizada, se decida y organice de modo vertical -a imagen de esas huelgas de veinticuatro horas decretadas por las centrales sindicales y anunciadas con semanas de antelación- cada vez que una de ellas se organiza por sí sola, de forma horizontal, por contagio y al margen de todo marco institucional, los comentaristas sienten que se pone en tela de juicio su omnisciencia mediática. Así fue, sin embargo, como diez millones de trabajadores se declararon en huelga en mayo de 1968... ¿habría que hablar en este caso de copycat strikes?
A estos profesionales del comentario también les resulta inquietante que la gente salga a la calle sin reivindicar nada en particular. Cada vez que se produce una revuelta, vuelven a unir sus voces para deplorar la gratuidad de los actos cometidos, como si con eso bastara para descreditar de forma inapelable las razones y los objetivos de la misma. ¿Y por qué habríamos de privarnos de lo único que seguirá siendo gratuito en un mundo donde todo se ha convertido en mercancía? A todo ello hay que añadir algo más: en un país en el que toda una parte de la población resuelve sus frustraciones recurriendo a la camisa de fuerza farmacológica, los jóvenes incendiarios se han buscado una forma de terapia distinta: el vandalismo.
Evidentemente, uno no puede dejar de pensar que dichos jóvenes no siempre prendieron fuego a los lugares más indicados. "Entiendo que se subleven contra Sarkozy, que se comporta y habla como un jefe de banda. Pero si tuvieran huevos, irían a destrozar el centro de la ciudad; atacarían un símbolo del sistema y no a los que viven a su lado", declaraba una madre de familia de la barriada de la Madeleine, en Evreux, al día siguiente de los incidentes del día 5. Sin embargo, las escasas tentativas de trasladar el enfrentamiento al corazón de las ciudades se saldaron con fracasos, particularmente en Lyon, donde el sábado 12 de noviembre los CRS desalojaron la plaza Bellecour en poco menos de una hora. De modo general, los jóvenes de los suburios pobres nunca han logrado golpear el centro de las ciudades sino a la sombra de las manifestaciones estudiantiles (el ejemplo más hermoso fue el saqueo de Montparnasse, en septiembre de 1990, al grito de "¡Vaulx-en-Velin!"). Sin embargo, al fin y al cabo, los jóvenes, al saquear todo lo que estaba a su alcance, no hacían sino emprenderla con todo ese entorno cotidiano al que se sienten tan ajenos, un poco como esos presos que, cuando de un día para otro se les cruza un cable, destrozan el interior de la celda en la que, no obstante, se saben condenados a permanecer durante unos meses o unos años."


Extracto de ¿Chusma? A propósito de la quiebra del vínculo social, el final de la integración y la revuelta del otoño de 2005 en Francia. de Alèssi Dell'Umbria. Pepitas de Calabaza 2006

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