¡No se puede con el ejército!
Lo recordaría siempre. Eran dos jóvenes obreros de Reus, acorralados por un pelotón de soldados a caballo. Hicieron fuego repelidas veces. Después se deshicieron de sus armas y uno le dijo al otro: «¡No se puede con el ejército!» Fue en 1909, una revolución perdida.
No sería fácil de olvidar. Esta vez ocurrió en Barcelona. En el sitio en que, años después, cayeron asesinados Seguí y Paronas. En el cruce de las calles de la Cadena y de San Rafael se levantaba una endeble barricada. Nadie la defendía, porque era batida por un cañón de tiro rápido. Inopinadamente, un obrero disparó su revólver en dirección de los artilleros y salió corriendo, se deshizo del arma y desapareció. «¡No se puede con el ejército! Fue en 1917, otra revolución perdida.
El ejército, ése era el problema. No debía atacarse al ejército en esporádicos gestos de apariencia revolucionaria, con obreros desorganizados, disparando sus revólveres en un ir y venir, para terminar desapareciendo en busca de la impunidad. Era necesario preparar a los trabajadores por y para la revolución. Algún día podrían enfrentar tácticas superiores a las tácticas de los militares en aquellas mismas calles barcelonesas.
Cuando los militares empezaron la preparación de su golpe de Estado, en el Comité de defensa confederal de Barcelona les llevábamos una ventaja de casi un año y medio en el estudio de los planes para contrarrestar la sublevación militar. El Comité de defensa confederal existía desde los primeros días de la República. Los Cuadros de Defensa confederal también. Pero nuestro aparato combatiente se preparaba para luchas revolucionarias en las que nosotros tendríamos la iniciativa. Al darnos cuenta de cuáles serían las consecuencias del triunfo electoral de las izquierdas, tuvimos que revisar nuestras concepciones de lucha. De ser nosotros los atacantes a una sociedad desprevenida, a pasar a ser organización en defensa propia, frente a un ejército que disponía de la iniciativa, mediaba una larga distancia. Se imponía realizar una valoración lo más cabal posible del emplazamiento de los cuarteles de la guarnición de Barcelona, del número de tropas en disposición de combate, de las vías de acceso de las tropas, de los centros estratégicos susceptibles de ser tomados por los sublevados, de los medios de comunicación entre el ejército en la calle y sus centros de mando.
Faltaba decidir un plan, susceptible de darnos la victoria, flexible y precavido. Los cuarteles de Barcelona eran fortalezas de reciente construcción en su mayor parte. No debíamos atacarlos, porque en ellos gastaríamos las escasas municiones de que disponíamos. Había que dejar salir las tropas a la calle y, ya lejos de sus cuarteles, atacarlas por la espalda, sin prisas, intermitentemente, para que fuesen ellas las que agotasen las municiones y les resultase difícil regresar a sus bases para reponerse.
Hacer de las Ramblas el punto clave de nuestras operaciones, pero dominando las vías de comunicación que desde las barriadas confluían al Puerto, donde debíamos hacernos fuertes, para impedir ser arrinconados en las barriadas obreras, donde la dispersión sería nuestro peor enemigo. No acudir a la declaración de huelga general, tanto para no alarmar al enemigo y que no saliese a la calle, como para no impedir que los obreros estuviesen en la calle: las huelgas generales solamente sirven para amedrentar, empezando por los propios obreros, y para crear alarma. Preparar concienzudamente a todos los rogonistas de las fábricas para que, al mandato de nuestros Comités de Defensa de las Barriadas, pusiesen en funcionamiento las sirenas ininterrumpidamente, creando condiciones sicológicas óptimas para la lucha; sembrando el pánico entre los soldados y el entusiasmo entre los obreros. Aislar completamente a las tropas sublevadas, cortándoles las comunicaciones a pie, motorizadas y telefónicas, dándoles desde la Telefónica falsas noticias sobre la marcha de la lucha en la ciudad. Concentrar la máxima cantidad posible de combatientes nuestros desarmados en torno al cuartel de San Andrés, por tener adjunta la Maestranza, depósito de más de 20 000 fusiles y de treinta millones de cartuchos de fusil. Dar órdenes a nuestros grupos dentro de la base aérea del Prat de bombardear desde el primer momento el cuartel de San Andrés, para que pudiese ser asaltado por nuestros compañeros. Y que ellos, una vez tomado el cuartel, enviasen automóviles cargados de fusiles y municiones a las Ramblas y que, por su cuenta, fuesen limpiando los focos de las dispersas unidades militares.
Nuestra preparación era superior a la simplona previsión de los militares que habían de sublevarse. Pensaban que todo sería como siempre: redoble de tambores, colocación en las paredes del bando declarando el estado de guerra y regresoa los cuarteles a dormir tranquilos. A lo sumo, como ocurrió con los escamots de Dencás y Badía en octubre de 1934, con algunos tiros, muchas corridas, y a casita. Porque, ¿quién iba a poder con el ejército? ¿No se vio en Asturias la derrota que infligieron a los mineros, a pesar de lo armados que estaban?... Sin embargo, en julio de 1936, la operación fue bastante rápida, aunque la lucha durara 30 horas en las calles de Barcelona. Cuando los miembros del Comité de Defensa confederal en pleno, sin faltar ninguno —Ascaso, Jover, Durruti, Aurelio, Sanz, Ortiz, «Valencia» y yo— íbamos a subir en los dos camiones que los cuadros de Defensa de la barriada de Pueblo Nuevo habían requisado en las fábricas textiles y ya se oía el aullido de las sirenas de las fábricas y de los barcos, se nos presentó un personaje inesperado, delgado, pequeño, pálido, desgreñado, armado de un Winchester:
—Soy Estivill. Dejadme ir con vosotros.
—¿Estivill? ¿No eres comunista? ¿Es que no salen a combatir los comunistas, que quieres venir con nosotros?
—Sí y no. Soy y no soy comunista. No sé si los comunistas saldrán a combatir. Pero ellos son cuatro gatos y lo más probable es que quieran reservarse para después.
-Anda, pues. Sube.
Por la calle Pedro IV, el Arco del Triunfo, la Ronda de San Pedro, Plaza Urquinaona, Vía Layetana, fusiles en alto, banderas rojinegras desplegadas y vivas a la revolución, llegamos al edificio del Comité regional de la CNT, en la calle Mercaders, frente al caserón de la Dirección general de Orden público, con sus guardias de Asalto aglomerados en la puerta y la acera. Estivill, sin despedirse de nosotros, se fue hacia los guardias y ya no regresó. Era un caso, un personaje ridículo y raro. Por lo visto se trataba de un sujeto todo a medias, de educación, de tamaño y de comunista. ¿Qué era ese Estivill? A lo mejor nos estuvo espiando en Pueblo Nuevo, aprovechó nuestro transporte y ahora iba a dar parte a Escofet, el comisario de Orden público.
En el edificio del Comité regional, a aquella hora, se encontraban solamente grupos de compañeros de los Cuadros de defensa de la barriada y su Comité, más algunos compañeros del ramo de Construcción, encargados de la vigilancia de su sindicato. Pero ningún miembro del Comité regional, empezando por su secretario, Marianet.
Por dicho motivo, no nos entretuvimos y, después de inquirir noticias de la situación de la barriada y sus contornos, nos dirigimos unos a pie y otros en camión, en cuya parte trasera había emplazada una ametralladora «Hotchkiss» que sería manejada por Sanz y Aurelio. Companys, refugiado desde las primeras horas del día en la Dirección general de Orden público, rodeado del capitán Escofet, del comandante Guarner, del capitán Guarner y del teniente coronel Herrando y no menos de un centenar de guardias de Asalto, no parecía muy animado a salir a la calle a pegar tiros. Como en octubre, se reservaba para la radio y para enterarse de cómo se hacían matar los demás y, en todo caso, también como en octubre, para rendirse.
En la calle Fernando, no serían todavía las siete de la mañana del día 19 de julio, un grupo de obreros acababa de asaltar una armería, en la que solamente encontraron escopetas de caza. Joaquín Cortés, conocido militante confederal, bastante reformista y signatario del manifiesto de los Treinta, estaba ensayando un puñado de cartuchos de caza en su escopeta de dos cañones. Se rió al vernos y no pude evitar decirle que, si en vez de ser «treintista» fuese «faísta», en vez de una escopeta de caza tendría un fusil ametrallador. Nos reímos todos. Cortés se incorporó a nuestra pequeña columna, en dirección a la plaza del Teatro, donde habíamos decidido fijar nuestro puesto de mando.
Ya en las Ramblas, se nos unieron los sargentos Manzana y Gordo, el cabo Soler y los soldados que iban con ellos, con sus fusiles y dos ametralladoras «Hotchkiss» que habían logrado sacar del destacamento a que pertenecían en la calle de Santa Madrona, después de haber sometido a los oficiales sublevados. Se había presentado una emergencia que podía llegar a ser grave para nuestros planes. Los militares, llegados por sorpresa al bajo Paralelo, desde la Brecha de San Pablo hasta el Puerto, se habían hecho dueños de aquella vía tan estratégica; habían batido a nuestros compañeros de los Cuadros de defensa, a quienes sorprendieron descendiendo de camiones rápidos de transporte militar totalmente cubiertos, a los que ya no pudieron desalojar, no obstante el gran número de bajas que registraban nuestros compañeros. Grave era la situación, porque desde el Paralelo, filtrándose por las estrechas calles de San Pablo, Unión, Mediodía y Carmen, podían llegar a cortar las Ramblas y salir a la Vía Layetana, desbaratando totalmente nuestros planes: nos irían arrinconando poco a poco hacia las barriadas extremas, donde no podríamos sostenernos por falta de cartuchería.
Mi resolución fue rápida. Le dije a Durruti que él, con Aurelio, Sanz y Manzana y una de sus ametralladoras, a más de la emplazada en el camión, con la mitad de los compañeros que habían venido con nosotros y la mitad de los pertenecientes a los cuadros de Defensa del Centro, impidiesen, primero, que el ejercito tomase las Ramblas y, después, dominar el Puerto, para cortar en dos al ejército enemigo. Por mi parte iría con Jover y «Valencia» y un grupo de compañeros armados por las calles Nueva, Santa Margarita, a filtrarme por la de San Pablo hasta la Brecha y cortar el Paralelo por el «Moulin Rouge». Y que Ascaso, con Ortiz y otro grupo de compañeros, hiciese lo mismo, adentrándose por la calle Conde de Asalto hasta el Paralelo, para unirnos en el chiringuito del Paralelo y calle del Rosal.
El ejército ocupaba buenas posiciones en la entrada de la calle de San Pablo y Brecha, desde donde nos recibieron con fuertes descargas de fusil y ametralladora. Ordené a los compañeros luchar cuerpo a tierra unos y de puerta en puerta otros. Así avanzamos hasta rebasar el cuartel de Carabineros sito en aquella parte de calle. Afortunadamente, los carabineros acuartelados allí nos dijeron ser leales a la República y nos aseguraron estar dispuestos a secundarnos tan pronto recibieran órdenes de hacerlo: el cuerpo de Carabineros no era de orden público, sino de vigilancia de puertos y fronteras. En esa plática estábamos cuando se nos unieron Ascaso y su gente, por no haber logrado hacer el corte del Paralelo por Conde de Asalto y haber sufrido algunas bajas, pero engrosados con compañeros de los cuadros de Defensa de la barriada.
Todos juntos proseguimos el avance, calle de San Pablo adelante, pegados al suelo o de puerta en puerta, hasta llegar a la última casa de la calle, donde empieza la Brecha de San Pablo, parte ancha de calle con plátanos enormes a ambos lados, en cuyos troncos estaban parapetados grupos de soldados que disparaban sin cesar. Al fondo, se divisaban las pilastras de unos portales, con soldados vigilando, y cerca el chiringuito desde el que disparaban con ametralladora y fusil ametrallador. Era casi imposible desalojarlos mediante un ataque frontal. Me acordé de Peer Gynt, cuando aconseja «dar la vuelta» y no insistir de frente. Por la escalerilla de la última casa, a mano derecha, pues no quería apelar a las suicidas barricadas, subí con Ascaso y unos diez compañeros armados de fusiles y winchesters. Antes de hacerlo, encargué del mando de las fuerzas de la calle a Jover y Ortiz, con instrucciones de pasarse al café Pay-Pay tan pronto oyesen nuestras descargas desde las azoteas a que pudiésemos llegar.
Así fue, con éxito completo. Los soldados se replegaron, dejando bajas, hacia los portales de enfrente y el chiringuito. Nosotros, a través del café Pay-Pay, nos pasamos a la calle Amalia y de allí, en movimiento envolvente, a la calle de las Tapias, para salir a la ronda de San Antonio, que ocupamos combatiendo cuerpo a tierra. Mientras Ascaso se encargaba de batir desde allí el flanco de los soldados, hice abrir la puerta de la cárcel de mujeres de la esquina de Tapias y Ronda, para asegurarme de que en su interior no había soldados de guardia. No los había. Sólo dos guardias de Seguridad montaban la guardia y no opusieron resistencia. Casi por la fuerza hicimos salir en libertad a las mujeres presas. Algunas de ellas no querían salir en libertad, y estaban acurrucadas por los rincones. «¡Si salimos, nos castigarán!», decían aterrorizadas. Yo les gritaba: «¡Ya nadie os castigará, ahora mandamos los anarquistas! ¡Afuera todas!».
Con los que me acompañaron en la toma de la cárcel de mujeres me incorporé a los que, cuerpo a tierra, se batían con los soldados. A mi lado, a unos dos metros, vi a un conocido de hacía muchos años, de los años 20, 21 y 22 en Tarragona, cuando él era secretario de la Federación provincial de la CNT, Eusebio Rodríguez, «El Manco», que se pasó al Partido Comunista al advenimiento de la República. Me saludó levemente con la cabeza y un «¡hola, Joanet!» Pensé que seguramente tenía razón Estivill al decir que los comunistas eran cuatro gatos y que lo más seguro es que no saliesen a luchar. «El Manco», que por toda arma llevaba una pistola star, era uno de aquellos cuatro gatos, pero le quedaba de antaño la influencia anarquista, de cuando estuvo con nosotros.
Los militares, en derrota, se fueron replegando a los pisos del edificio en cuya parte baja funcionaba el music hall Moulin Rouge. Trepando por las escaleras de las casas de enfrente, al otro lado del Paralelo, desde las azoteas y desde dos ángulos de tiro, arrasamos los balcones del último piso, hasta que atado a la punta de un fusil apareció un trapo blanco en señal de rendición. Con toda cautela nos aproximamos, pegados a las paredes, hasta llegar al amplio portal de la casa. Allí estaban unos seis oficiales, en camisa, sucios de polvo, los puños cerrados a lo largo del cuerpo, mirando al suelo, ceñudos, firmes, casi pisando con las puntas de los pies. Seguramente esperaban ser fusilados en el acto.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Ascaso.
—Que Ortiz los lleve al sindicato de la Madera, a la calle del Rosal, y que los tengan presos hasta que termine la lucha.
«¡No se puede con el ejército!» Dos veces fui testigo de este grito. De niño en Reus, cuando la revolución de 1909. Y en 1917. Grito heroico y desesperado.
Levanté en alto mi fusil ametrallador, blandiéndolo, y grité estentóreamente, causando la admiración de Jover y Ascaso: «¡Sí, se puede con el ejército!».
Al día siguiente, recién muerto Ascaso, que cayó como a veinte metros de donde nos encontrábamos al recibir la rendición de los oficiales que guarnecían el antiguo edificio de la Maestranza, en Atarazanas, también aparecían éstos con el gesto de los vencidos, descamisados, sucios, mirando al suelo, con los puños cerrados, firmes y casi de puntillas, convencidos de que los íbamos a pasar por las armas en el acto. El compañero García Ruiz, tranviario, me preguntó:
—¿Qué hago con ellos? ¿Los fusilo?
—No —le contesté—. Llévalos ahí, al sindicato de Transportes, y que los tengan presos.
Habíamos vencido totalmente. El ejército, roto, estaba a nuestros pies. Mirando hacia donde acababa de caer muerto Ascaso, grité:
—¡Sí, se puede con el ejército!
Quedaban vengadas todas las derrotas que sufriera la clase obrera española a manos de la militarada reaccionaria.
1909, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
1917, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
1934, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
¡Vivan los anarquistas!, fue el grito que durante aquel día, 20 de julio, se oyó por todas las calles de la ciudad.
¡CNT...! ¡CNT...! ¡CNT...!, rugían los cláxones de los automóviles, camiones y ómnibus.
Fue un día muy largo aquel 20 de julio. Ese día había empezado el 18. Fue el día de la gran victoria. Fue el día que empezó la gran derrota. Y la gran derrota empezó en el momento en que Companys llamó por teléfono a la secretaría del Comité regional de la CNT de Cataluña para rogar que la CNT enviase una delegación a entrevistarse con él.
Hacía tres horas que había muerto Ascaso. Hacía un día que había muerto Alcodori. Hacía treinta horas que, uno tras otro, cerca de cuatrocientos compañeros anarcosindicalistas habían muerto en las calles de Barcelona.
Pronto serían olvidados. Solamente olvidando a lo muertos se puede hacer dejación de las ideas. Que es lo que ocurrió.
Con el ocaso del día 20 de julio de 1936 se inciaba el declinar de aquella gran organización sindical, única en el mundo, que luchaba por una vida social totalmente distinta a la que nos deparaba el sistema capitalista, con sus gobernantes, sus ejércitos y sus burócratas.
Cuando la delegación de la CNT que acudiera al llamamiento de Companys hubo regresado al Comité regional a dar cuenta de su cometido, vencidos ya en toda la ciudad los últimos focos de resistencia de los militares, cuando ya no era necesaria la lucha en las calles, por doquier bloqueadas por las fuertes barricadas que levantaban los confederales, por el viejo local del sindicato de la Construcción de la calle de Mercaders donde tenía una oficina el Comité regional de la CNT empezaron a desfilar muchos de los que no habían tomado parte en la gesta que acababa de realizar el proletariado confederal. Uno de los primeros fue Diego Abad de Santillán, con una enorme pistola Mauser en el cinto. Y Federica Montseny, con una minúscula pistolita metida en una coqueta funda de cuero, al cinto también, que debía tener desde hacía muchos años, para su defensa personal en aquella casa-torre en que vivía en la burguesa barriada del Guinardó.
Penoso es tener que decir la verdad. En la noche del 19-20 de julio, en la plaza del Teatro de las Ramblas, junto a mí, a Ascaso y Durruti, que dormitábamos sentados en el suelo y recostados en el tronco de un árbol, también estaba el líder socialista Vila Cuenca, con su winchester entre las piernas. Y por allí anduvo también, con su enorme pistola al cinto, Julián Gorkin, líder —con Andrés Nin— del POUM. Pero no vi a Santillán, ni a Federica, ni a Alaiz, ni a Carbó, a ninguno de los que en reuniones y asambleas iban en pos del liderazgo de la CNT-FAI, tácitamente en posesión de Ascaso, de García Oliver y de Durruti. Ellos se consideraban la plana mayor del intelectualismo, lo que, al parecer, los eximía de tener que batirse en las calles. Después hube de comprobar que, intelectualmente, tampoco servían para gran cosa.
Explicamos el resultado de la entrevista con Companys. Lo hice yo y lo hizo Durruti. Companys reconocía que nosotros solos, los anarcosindicalistas barceloneses, habíamos vencido al ejército sublevado. Declaraba que nunca se nos dio el trato que merecíamos y que habimos sido injustamente perseguidos. Que ahora, dueños de la ciudad y de Cataluña, podíamos optar por admitir su colaboración o por enviarlo a su casa. Pero que si opinásemos que todavía podía ser útil en la lucha que, si bien terminaba en la ciudad, no sabíamos cuándo y cómo terminaría en el resto de España, podíamos contar con él, con su lealtad de hombre y de político, convencido de que en aquel día moría un pasado de bochorno, y que deseaba sinceramente que Cataluña marchase a la cabeza de los países más adelantados en materia social. Que dado lo impreciso e inseguro de los momentos que se vivían en el resto de España, de muy buena gana él, en tanto que presidente de la Generalidad, estaba dispuesto a asumir todas las responsabilidades para que, todos unidos en un organismo de combate, que podría ser un Comité de Milicias Antifascistas, asumiese la dirección de la lucha en Cataluña. Esto podría hacerse inmediatamente, pues al igual que a nosotros había convocado a los representantes de todos los partidos y organizaciones antifascistas, que estaban reunidos en una sala contigua y ya se habían manifestado conformes con la idea de creación de un Comité de Milicias Antifascistas. Para que comprobásemos que era cierto, nos hizo pasar a la sala contigua, donde, en efecto, estaban Comorera, de Unió Socialista de Catalunya; Vidiella, del Partido Socialista Obrero Español; Ventura Gassol, de Esquerra Republicana; Pey Poch, de Acció Catalana; Andrés Nin, del POUM, y Calvet, de los «Rabassaires», quienes se apresuraron a saludarnos.
Salimos de donde estaban reunidos. En breve cambio de impresiones, la delegación de la CNT de Cataluña, por mi conducto, comunicó a Companys que nosotros, en la ignorancia de lo que pensaba proponernos, habíamos acudido solamente a escuchar, pero sin poder decidir, por lo que le prometíamos transmitir inmediatamente su mensaje al Comité regional de la CNT, y que, tan pronto como recayese acuerdo, se le comunicaría.
El Comité regional, en rápida deliberación en la que tomaron parte varios compañeros, acordó comunicar por teléfono a Companys que se aceptaba, en principio, la constitución de un Comité de Milicias Antifascistas de Cataluña, a reserva de ponernos de acuerdo sobre la participación de cada sector y, en definitiva, esperar la resolución de un Pleno de Locales y Comarcales que se reuniría el día 23, pero sin perjuicio de que ya se fuesen dando los pasos necesarios para que, si el Pleno acordaba que sí, pudiese entrar ya en funciones. Provisionalmente, quedábamos encargados de continuar las gestiones Aurelio Fernández, Durruti y yo.
Al atardecer del mismo día, celebramos la primera reunión, todavía informal, con José Tarradellas, Artemio Aiguader y Jaime Miratvilles, de Esquerra Republicana de Cataluña; Pey Poch, de Acció Catalana; Comorera, de Unió Socialista de Catalunya; Rafael Vidiella, de la UGT y el PSOE, y Gorkin, del POUM. A propuesta de Tarradellas, se acordó excluir del Comité a Estat Cátala, por considerar Esquerra Republicana que el jefe actual de Estat Cátala, Dencás, era agente fascista, y estaba refugiado en Italia. A propuesta mía, se acordó establecer un equilibrio en el Comité de Milicias, consistente en tres puestos para la CNT, tres para la UGT, tres para Esquerra Republicana, dos para la FAI, uno para Acció Catalana, uno para el POUM, uno para los socialistas y uno para los rabassaires.
Extraído del libro de Juan García Oliver El eco de los pasos. Editorial Planeta S.A. 2008.
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