El Estado no encontrará nunca la causa de las dolencias sociales en el "Estado y la organización social", tal y como lo exige el prusiano de su rey. Allí donde existen partidos políticos, cada uno encuentra la razón de todos los males en el hecho de que es su adversario y no él quien se encuentra al timón del Estado. Incluso los políticos radicales y revolucionarios buscan la causa del mal no en la esencia del Estado sino en una forma concreta de Estado, que es lo que quieren sustituir por otra forma.
Desde el punto de vista político el Estado y la organización de la sociedad no son dos cosas distintas. El Estado es la organización de la sociedad. Allí donde el Estado confiesa la existencia de abusos sociales, los busca o bien en leyes naturales, irremediables con las fuerzas humanas, o en la vida privada, independiente de él, o en disfuncionalidades de la administración, que depende de él. Así Inglaterra tiene la miseria por basarse en la ley natural según la cual la población siempre tiene que crecer más deprisa que los medios de producción. Por otra parte explica el pauperismo con la mala voluntad de los pobres, lo mismo que el rey de Prusia recurre para ello a la falta de sentimientos cristianos entre los ricos y la Convención a la sospechosa actitud contrarrevolucionaria de los propietarios. En consecuencia Inglaterra castiga a los pobres, el rey de Prusia amonesta a los ricos y la Convención guillotina a los propietarios.
Finalmente todos los Estados buscan la causa en fallos accidentales o intencionados de la administración, de suerte que el remedio consistirá en corregir la administración. ¿Por qué? Precisamente porque la administración es la actividad organizadora del Estado.
La contradicción entre el carácter y la buena voluntad de la administración por una parte y sus medios y su capacidad por la otra no puede ser superada por el Estado, sin que éste se supere a sí mismo ya que se basa en esta contradicción. El Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. Por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienzan la vida burguesa y su trabajo. Más aún, frente a las consecuencias que brotan de la naturaleza antisocial de esta vida burguesa, de esta propiedad privada, de este comercio, de esta industria, de este mutuo saqueo de los diversos sectores burgueses, la impotencia es la ley natural de la administración. Y es que este desgarramiento, esta vileza, este esclavismo de la sociedad burguesa es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno, lo mismo que la sociedad burguesa del esclavismo fue el fundamento natural en que se apoyaba el Estado antiguo. La existencia del Estado y de la esclavitud son inseparables. El Estado antiguo y la esclavitud antigua -contraste clásico y sin tapujos- no se hallaban soldados entre sí más íntimamente que el moderno Estado y el moderno mundo del lucro -hipócrita contraste cristiano-. Si el Estado moderno quisiese acabar con la impotencia de su administración, tendría que acabar con la actual vida privada. Y de querer acabar con la vida privada, tendría que cabar consigo mismo, ya que sólo existe por oposición a ella. Pero no hay un ser vivo que crea fundados los defectos de su existencia en su principio vital, en la esencia de su vida, sino en circunstancias que le son extrínsecas. El suicidio es antinatural. Por tanto el Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos. ¿Que estas modificaciones no solucionan nada? Entonces la dolencia social es una imperfección natural, independiente del hombre, una ley divina; o la voluntad de la gente privada se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración, ¡y cómo lo tergiversan todo!: se quejan del gobierno en cuanto limita la libertad y exigen de él que impida sus inevitables consecuencias.
Cuanto más poderoso es el Estado y por tanto más político es un país, tanto menos dispuesto se halla a buscar la razón de las dolencias sociales en el principio del Estado -o sea en la actual organización de la sociedad, de la que el Estado es expresión activa, consciente de sí y oficial-, tanto menos dispuesto se halla a comprender que el Estado es el principio universal de esas dolencias. La razón política es precisamente razón política, porque piensa sin salirse de los límites de la política. Cuanto más aguda, cuanto más viva, tanto más incapaz es de comprender las dolencias sociales. La época clásica de la razón política es la Revolución francesa. Lejos de ver en el Estado la fuente de los defectos sociales, los héroes de la Revolución francesa ven en los defectos sociales la fuente de los males políticos. Así, para Robespierre, la extrema pobreza y la gran riqueza son sólo un obstáculo de la pura democracia. Por consiguiente trata de establecer una frugalidad espartana general. El principio de la òlítica es la voluntad. Cuanto más parcial, o sea cuanto más perfecta es la razón política, tanto más cree en la omnipotencia de la voluntad, tanto mayor es su ceguera frente a los límites naturales y mentales de la voluntad, tanto más incapaz es por tanto de descubrir las fuentes de las dolencias sociales.
[...]
Cuanto más culta y general es la razón política de un pueblo, tanto más derocha el proletariado sus fuerzas -al menos en los comienzos de su movimiento- en motines irracionales, inútiles y ahogados en sangre. Como ese pueblo piensa en la forma de la política, ve la razón de todos los males en la voluntad y todos los remedios en la violencia y la subversión de una forma precisa de Estado. Los trabajadores de Lyon creían perseguir fines meramente políticos, se tenían por meros soldados de la república, cuando en realidad eran soldados del socialismo. De este modo su razón política les obscureció la raíz de la calamidad social y falseó el conocimiento de su verdadero fin: de este modo su razón política le mintió a su instinto social.
Texto extraído del capítulo 2 titulado Crítica de la política y del derecho de la Antología de Marx, edición de Jacobo Muñoz. Ediciones Península S.A. 2002.
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