jueves, 2 de octubre de 2008

La revuelta de los Ciompi en la Florencia del S. XIV. Por Nicolás Maquiavelo.



Apenas la primera sublevación se apaciguó, se produjo otra que dañó a la República mucho más que la anterior. La mayor parte de los incendios y saqueos ocurridos en los días precedentes habían sido hechos por la baja plebe de la ciudad, y quienes se habían mostrado en ellos más audaces tenían miedo, una vez calmadas y arregladas las mayores diferencias, de ser castigados por los desmanes cometidos y de ser abandonados, como ocurre siempre, por aquellos mismos que los habían instigado a cometer el mal. A ello se añadía el odio que el pueblo menudo tenían contra los ciudadanos ricos y contra los jefes de las Artes, porque les parecía que no recibían, de estos, un salario suficientemente justo por los trabajos realizados.
Cuando, en tiempos de Carlos I, la ciudad se dividió en Artes, se les dio jefes y compretencias a cada una de ellas y se estableció que los miembros de cada una de dichas Artes fueran juzgados en las causas civiles por sus propios jefes. Estas Artes, como ya dijimos, fueron doce en principio. Luego, con el tiempo, se añadieron otras varias que elevaron el número a veintiuna, y fue tal su poder, que en pocos años se adueñaron de todo el gobierno de la ciudad. Y, como entre ellas había unas más importantes y otras menos, se dividieron en mayores y menores, siendo siete las mayores y catorce las menores.
Precisamente de esta clasificación, junto con otros motivos que ya hemos mencionado, procedió la arrogancia de los Capitanes de barrio, ya que los ciudadanos que habían sido güelfos antiguamente, y bajo el gobierno de los cuales recaía siempre aquella magistratura, favorecían a los que pertenecían a las Artes mayores, mientras perseguían a los ciudadanos de las Artes menores y a quienes los defendían. Por esto se promovieron contra ellos todos los tumultos de los que hemos hablado. Pero, como al organizar las corporaciones de las Artes, quedaron fuera, sin corporación propia, muchos de los oficios en que trabajaba el pueblo menudo y la plebe, quedando sometidos a las otras diversas Artes, de acuerdo con el tipo de trabajo que realizaban, ocurría que, cuando no se sentían debidamente remunerados con el salario que recibían por sus trabajos, o se creían de alguna manero oprimidos por sus propios maestros de oficio, no tenían otro sitio al que recurrir que al magistrado del Arte que los gobernaba, del cal les parecía que no obtenían la justicia a la que creían tener derecho.
De todas las Artes u oficios, la que mayor número tenía y tiene de ese tipo de obreros subordinados es la de la Lana; la cual, siendo como es poderosísima y la primera de todas, es la que, en mayor número que las otras, daba y da de comer con su trabajo a la mayor parte de la plebe y del pueblo menudo.
Los hombres de la plebe, tanto los que dependían del Arte de la Lana como los de las otras Artes, estaban, por las razones antedichas, llenos de rencor; y, como a ese rencor se unían el miedo al castigo por los incendios y robos que se habían cometido, se reunieron de noche varias veces para hablar de lo ocurrido y cambiar impresiones sobre el peligro en que se encontraban. Con ese motivo, uno de los más decididos y experimentados que allí había, para infundir ánimos a los demás les habló de esa manera:
"Si tuviéramos que decidir ahora si era o no era conveniente empuñar las armas, incendiar y saquear las casas de nuestros conciudadanos, y despojar las iglesias, yo serían uno de los que estimaría que había que pensarlo bien y quizás hasta aprobaría que se prefiriera una tranquila pobreza a una peligrosa ganancia. Pero, puesto que las armas las hemos empuñado ya y se han cometido muchos desmanes, me parece que lo que debemos pensar es que no hay por qué abandonarlas ahora y cómo podemos hallar defensa para los males que se han cometido. Yo creo sin ningún género de dudas que esto, aunque no nos lo diga nadie, nos lo dice nuestra misma necesidad. Estáis viendo a toda esta ciudad llena de rencores y de odio contra nosotros; los ciudadanos se agrupan entre sí, la Señoría está siempre de parte de los magistrados. Podéis creer que se traman conjuras contra nosotros y que se aprestan nuevas fuerzas contra nuestras cabezas. Debemos por tanto tratar de obtener dos cosas y proponernos dos fines en nuestras deliberaciones. El primero es que no se nos pueda castigar por lo que hemos hecho en los días pasados; y el segundo, que podamos en adelante vivir con más libertad y con más satisfacciones que en el pasado. Nos conviene por tanto, según mi parecer, si queremos que se nos perdonen los anteriores desmanes, cometer otros nuevos, redoblando los daños y multiplicando los incendios y los saqueos, y apañándonos para tener más cómplices, porque, cuando son muchos los que pecan, a nadie se castiga; y a las faltas pequeñas se les impone sanción, mientras que a las grandes y graves se les da premios. Por otra parte, cuando son muchos los que padecen los atropellos, son pocos los que tratan de vengarse, porque los daños que afectan a todos se soportan con más paciencia que los particulares. El aumentar, por tanto, los males nos hará perdonar más fácilmente y nos dará la posibilidad de conseguir lo que deseamos obtener para nuestra libertad. Y me parece que vamos hacia seguros resultados positivos, porque los que podrían oponérsenos están desunidos y son ricos. Su desunión nos dará la victoria; y sus riquezas, una vez que sean nuestras, nos servirán para mantener dicha victoria. No os deslumbre la antigüedad de su estirpe, de la que se blasonan ante nosotros, porque todos los hombres, habiendo tenido un idéntico principio, son igualmente antiguos, y la naturaleza nos ha hecho a todos de una idéntica manera. Si nos quedáramos todos completamente desnudos, veríais que todos somos iguales a ellos; que nos vistan a nosotros con sus trajes y a ellos con los nuestros y, sin duda alguna, nosotros pareceremos los nobles y ellos los plebeyos; porque son sólo la pobreza y las riquezas las que nos hacen desiguales. Me duele mucho porque veo que muchos de vosotros se arrepienten, por motivos de conciencia, de las cosas hechas, y quieren abstenerse de las que vamos a cometer. De verdad que, si estos es cierto, vosotros no sois los hombres que yo creía que erais. Ni la conciencia ni la mala fama os deben desconcertar, porque los que vencen, sea cual sea el modo de su victoria, jamás sacan de esta motivo de vergüenza. En cuanto a la conciencia, no debemos preocuparnos mucho de ella porque donde anida, como anida en nosotros, el miedo del hambre y de la cárcel, no puede ni debe tener cabida el miedo del infierno. Y es que, si observáis el modo de proceder de los hombres, veréis que todos aquellos que han alcanzado grandes riquezas y gran poder, los han alcanzado o mediante el engaño o mediante la fuerza; y, luego, para encubrir el carácter brutal e ilícito de esta adquisición, tratan de justificar con el falso nombre de ganancias lo que han robado con engaños y con violencia. Por el contrario, los que por poca vista o por demasiada estupidez dejan de emplear estos sistemas, viven siempre sumidos en la esclavitud y en la pobreza, ya que los siervos fieles son siempre siervos y los hombres buenos son siempre pobres. Los únicos que se libran de la esclavitud son los infieles y los audaces, y los unicos que se libran de la pobreza son los tramposos y los ladrones. Dios y la naturaleza han puesto todas las fortunas de los hombres en medio de ellos mismos, y éstas quedan más al alcance del robo (de la rapiña) que del trabajo y más al alcance de las malas que de las buenas artes. De ahí viene el que los hombres se coman los unos a los otros y que el más débil se lleve siempre la peor parte. Se debe, pues, emplear la fuerza siempre que se presente la ocasión; y esta ocasión no nos la puede ofrecer mejor la fortuna, estando como está desunidos todavía los ciudadanos, vacilante la Señoría y desconcertados los magistrados, de tal manera que, antes de que vuelvan ellos a unirse y se serenen sus ánimos, puedan ser fácilmente aplastados. De este modo, o quedaremos enteramente dueños de la ciudad o conseguiremos una parte tan importante de ella, que no solamente se nos perdonarán nuestras faltas pasadas sino que tendremos fuerza suficiente para poder amenazarlos con nuevos daños. Yo reconozco que esta decisión es audaz y peligrosa; pero, cuando la necesidad aprieta, la audacia se considera prudencia y, en cuanto al peligro de las grandes empresas, los valientes nunca lo tienen en consideración, porque las empresas que comienzan con peligro tienen al final su recompensa; y, de los peligros, jamás se salió sin peligro. Además yo creo que, cuando vemos que nos preparan cárceles, tormentos y muertes, es más peligroso estarse quietos que tratar de librarse de ellos, porque en el primer caso los males son seguros mientras que en el segundo sólo son posibles. ¡Cuántas veces os he oído quejaros de la avaricia de vuestros superiores y de la injusticia de vuestros magistrados! Ahora es el momento no solamente de libraros de ellos, sino incluso de ponernos tan por encima de los mismos, que sean más bien ellos los que tengan que quejarse y dolerse de vosotros, que no vosotros de ellos. Las oportunidades que la ocasión nos brinda pasan volando y, una vez han pasado, es inútil que tratemos luego de alcanzarlas. Ya veis los preparativos de vuestros enemigos. Adelantémonos a sus planes, y el primero que empuñe las armas saldrá sin duda vencedor, con ruina del enemigo y encumbramiento propio. Con ello, muchos de nosotros alcanzaremos (el honor) la honra de esta victoria, y todos lograremos la seguridad".
Estas palabras encendieron fuertemento los ánimos, ya de por sí encendidos al mal, de manero que decidieron empuñar las armas una vez que hubieran atraído a más compañeros a sus planes. Y se obligaron con juramento a socorrerese mutuamente su alguno de ellos era apresado por los magistrados.
Mientras que estos se preparaban a adueñarse del poder, sus planes llegaron al conocimiento de los Señores que, en vista de ello, prendieron en la plaza a un tal Simoncino, por quien tuvieron noticias de toda la conjuración y de cómo proyectaban organizar el motín para el día siguiente. Por lo que, una vez conocido el peligro, reunieron a los miembros de los colegios y a los ciudadanos que, junto con los síndicos de las Artes, se preocupaban de la unificación de la ciudad. Pero, antes de que se reunieran, ya se había echado encima la noche. Aconsejaron éstos a los Señores que se convocara también a los cónsules de las Artes; y estos a su vez aconsejaron unánimemente que se llamara y se hiciera entrar en Florencia a todas las tropas en campaña, y que los gonfaloneros del pueblo se presentaran por la mañana en la plaza con sus compañías armadas.
Mientras se sometía a tortura a Simoncino y, simultáneamente, se reunían y deliberaban los ciudadanos, un tal Nicolo de san Friano reparaba el reloj del palacio. Este, dándose cuenta de lo que ocurría, apenas volvió a su casa, soliviantó a toda la vecindad, de manera que, en un momento, más de mil hombres armadaso se reunieron en la plaza del Santo Spirito. La noticia de este motín llegó a los demás conjurados y también San Pietro Maggiore y San Lorenzo, lugares por ellos designados, se llenaron de hombres armados.
Había y amanecido el día, que era 21 de julio y en la plaza no se habían presentado más de ochenta hombres de armas a favor de los Señores. DE los gonfalonero no se presentó ninguno porque, al oír que toda la ciudad estaba en armas, tenían miedo de dejar sus propias casas. Los primeros de la plebe que se presentaron a la referida plaza fueron los que se había reunido en San Pietro Maggiore. Los soldados no se movieron a la llegada de éstos. Se presento a continuación el resto de la muchedumbre y, al no encontrar resistencia, reclamaron con terribles gritos sus prisioneros a la Señoría. Y, para conseguirlos por la fuerza, ya que con las amenazas no se los entregaban, prendieron fuego a la casa de Luigi Guicciardini, de manera que los Señores, por miedo a cosas peores, se los entregaron. Una vez que los liberaron, arrebataron el gonfalón o estandarte de la justicia al ejecutor que lo tenía y, enarbolándolo, prendieron fuego a las casas de muchos ciudadanos, persiguiendo a todos los que, por motivos públicos o privados eran objeto de su odio. Muchos ciudadanos, para vengarse de ofensas personales, los encaminaron a casas de sus enemigos, ya que para ello bastaba sólo con que una voz gritara en medio de la multitud: "¡a casa de fulano!", o que el que llevaba el gonfalón se dirigiera hacia allí. Se prendió fuego también a todas las escrituras del Arte della Lana.
Después de haber cometido muchos desmanesm, para paliarlo con algunas obras plausibles, nombraron caballeros a Silvestro de Medici y a otros sesenta y cuatro ciudadanos. Entre ellos estaban Benedetto y Antonio degli Alberti, Tommaso Strozzi y otros que eran partidarios suyos, aunque a muchos los obligaron por la fuerza. Entre estos hechos cabe señalar el de que a muchos que les habían quemado sus casas, luegom en el mismo día (tan de mano iban el beneficio y el daño), ellos mismo los nombraron caballero. Esto es lo que ocurrió a Luigi Guicciardini, gonfalonero de justicia.
En medio de tantos desórdenes, los Señores, al verse abandonados por las gentes de armas, por los jefes de las Artes y por sus propios gonfaloneros, estaban asustados, pues nadie había acudido en auxilio de acuerdo con las órdenes recibidas y, de los dieciséis gonfalones, solamente la enseña del León de oro y de la Ardilla, enarboladas por Giovenco della Stufa y por Giovanni Cambi, hicieron su aparición. Pero tampoco éstos permanecieron mucho tiempo en la plaza, pues, al ver que nadie los seguía, se marcharon también.
Por otra parte, los ciudadanos, viendo la furia de aquella desatada muchedumbre y que el palacio había sido abandonado, unos decidieron quedarse encerrados en sus casas mientras que otros prefirieron incorporarse a la turba armada para poder de esa manera, mezclados en lla, defender sus propias casas y las de sus amigos. De esta manera, se venía a acrecentar la fuerza de aquellos y a menguar la de los Señores.
Duró este tumulto todo el día y, al caer la noche se detuvieron junto al palacio de micer Stefano, detrás de la iglesia de San Bernabé. Su número pasaba de seis mil y, antes de que amaneciera, hicieron, mediante amenazas, que las Artes les enviaran sus enseñas. Entrada la mañana, marcharon al palacio del corregidor o Podestá llevando al frente el gonfalón de la justicia y las enseñas de las Artes; y, como el corregidor se negara a entregarles el palacio, lo atacaron y le obligaron a ceder.
Los señores, viendo que no podían contenerlos por la fuerza, trataron de hacerles comprender que estaban dispuestos a pactar con ellos y, llamando a cuatro hombres de sus Colegios, los mandaron al palacio del corregidor a informarse de cuales eran las intenciones de aquellos. Allí pudieron éstos ver que los jefes de la plebe, en unión de los síndicos de las Artes y de algunos otros ciudadanos, habían decidido ya lo que iban a exigir a la Señoría. Volvieron, pues, acompañados por cuatro delegados de la plebe, con estas peticiones concretas: que el Arte de la Lana no pudiera continuar teniendo un juez forastero; que se crearan tres nuevas corporaciones de Artes, una para los cardadores y tintoreros, otra para los barberos, juboneros, sastres y análogas artes mecánicas, y la tercera para el pueblo menudo; y para estas tres nuevas Artes siempre hubiera dos señores, mientras que habría tres para las catorce Artes menores; que la Señoría proveyera sedes donde pudieran reunirse estas Artes nuevas; que ningún perteneciente a estas Artes pudiera ser obligado en el término de dos años a pagar ninguna deuda inferior a cincuenta ducados; que la Deuda pública anulara sus intereses y sólo se restituyeran los capitales; que fueran amnistiados todos los confinados y condenados, y los amonestados recobraran el derecho a desempeñar cargos. Aparte de todo esto, pidieron otras muchas cosas a favor de sus particulares protectores así como, por el contrario, pretendieron que muchos de sus enemigos fueran confinados y amonestados.
Estas exigencias, aunque deshonrosas para la república, por temor a otras cosas peores, fueron en seguida aprobadas por los Señores, por los colegios y por el Consejo del pueblo. Pero, si se quería que tuvieran validez, era necesario también que se aprobaran en el Consejo municipal. Y, como no se podían reunir en un solo día los dos Consejos, fue necesario esperar al siguiente. De todos modos, pareció que por el momento las Artes quedaban contentas y la plebe satisfecha, y prometieron que, una vez ultimada la ley, terminarían todos los motines.
Llegada luego la mañana, mientras el Consejo municipal estaba deliberando, la muchedumbre, impaciente y voluble, se personó en la plaza enarbolando las acostumbradas enseñas y con tal alto y espantoso griterío que hicieron asustarse a todo el Consejo de los Señores. Por ello uno de los Señores, Guerriante Marignolli, impulsado más por el temor que por ningún otro sentimiento personal, so pretexto de vigilar la puerta desde abajo, bajó y huyó a su casa. Pero al salir no pudo camuflarse tan bien para no ser reconocido por la muchedumbre, aunque no se le hizo daño alguno; sólo que la muchedumbre, apenas lo vio, comenzó a gritar que todos los Señores abandonaran también el palacio y que, si no, matarían a sus hijos y prenderían fuego a sus casas.
Mientras, se había aprobado ya la ley y los Señores se habían retirado a sus habitaciones. Los del Consejo, que habían bajado abajo pero sin salir fuera, andaban por el pórtico y por el patio, perdidas ya sus esperanzas de poder salvar la ciudad al ver tanta deslealtad en la muchedumbre y tanta maldad o tanto temor en quienes habrían podido frenarla o dominarla. También los Señores se hallaban desconcertados y desconfiaban de la salvación de la patria, viéndose abandonados por uno de sus propios miembros y sin que un solo ciudadano acudiera a prestarles ayuda, ni siquiera a darles ánimo. Estando, pues, vacilantes sobre lo que podrían o deberían hacer, micer Tommaso Strozzi y micer Benedetto Alberti, ya sea que los moviera la propia ambición deseando quedar dueños del palacio, o ya fuera porque creían obrar bien así, los persuadieron a ceder a las presiones del pueblo y volverse a sus propias casas como simples ciudadanos.
Esta propuesta, viniendo como venía de quienes habían sido jefes del motín, llenó de indignación a dos de los Señores, Alamanno Acciaiuoli y Niccolo Bene, aunque los demás cedieran. Y, recobrando un poco de su valor, dijeron que, si los demás se querían marchar, ellos no podían impedirlo pero que, por su parte, no estaban dispuestos a renunciar a sus cargos antes de que se cumpliera el término de los mismos, a menos de perder también la vida. Esta disconformidad de opiniones aumentó en los Señores el miedo y en el pueblo la irritación, hasta el punto de que el gonfalonero, prefieriendo acabar su magistratura con desdoro antes que con peligro, se entregó a Tommaso Strozzi, quien lo sacó de palacio y lo llevó hasta su casa. También los demás señores, uno tras otro, se fueron de manera semejante; por lo que Alamanno y Niccolo, viendo que se habían quedado solos, y para que no se les considerara más valientes que prudentes, se marcharon también. El palacio quedó así en manos de la plebe y de los Ocho de la guerra, que todavía no habían cesado sus cargos.
Cuando la plebe entró en el palacio, llevaba en sus manos la enseña del gonfalonero de justicia un tal Michele di Lando, cardados de lana. Este, descalzo y semidesnudo, subió a la sala llevando tras de sí a toda la muchedumbre y, cuando llegó a la sala de audiencias de los Señores, se detuvo y volviéndose hacia la muchedumbre, dijo: "Ya lo veis: el palacio es vuestro y la ciudad está en vuestras manos. ¿Qué os parece que hagamos ahora?". Y todos le respondieron que querían que fuera gongalonero y Señor y que los gobernase a ellos y a la ciudad como mejor le pareciera. Aceptó Michele la Señoría pero, como era hombre inteligente y prudente y que debía más a la naturaleza que a la suerte, decidió pacificar la ciudad y acabar con los tumultos. Y, para tener ocupado al pueblo y darse tiempo a sí mismo para poder ordenar las cosas, mandó que se buscara un tal señor Nuto, a quien micer Lapo di Castiglionchio había hecho alguacil mayor (jefe de policía); y la mayor parte de los que lo rodeaban se fueron a cumplir su encargo.
Para comenzar con justicia el gobierno que se le había confiado, hizo ordenar públicamente que nadie incendiará o saqueará cosa alguna y, con el fin de infundir miedo a todos, plantó horcas en la plaza. Dando comienzo a sus reformas (del Estado), destituyó a los síndicos de las Artes y nombró otros nuevos, privó de la magistratura a los Señores y a los Colegios, y quemó las bolsas destinadas a la elección de cargos. Entre tanto, la muchedumbre había arrastrado hasta la plaza al señor Nuto y lo había colgado por un pie en una de aquellas horcas. En un momento puesto que todos y cada uno de los que estaban a su alrededor le iban arrancando pedazos, no quedó de e´l más que dicho pie.
Por otra parte, los Ocho de la guerra, pensando que con la marcha de los Señores se habían quedado ellos dueños de la ciudad, habían nombrado ya a los nuevos señores. Michele, presintiendo esto, mandó a decirles que desalojaran inmediatamente el palacio, pues quería demostrarles a todos que sabía gobernar Florencia sin necesidad de su consejo. Hizo luego reunir a los síndicos de las Artes y organizó la Señoría con cuatro miembros del pueblo menudo, dos para las Artes mayores y otros dos para las menores. Hizo además un nuevo censo y distribuyó los cargos del poder del Estado en tres partes, disponiendo que una de dichas partes correspondiera a las Artes nuevas, otra a las menores y la tercera a las mayores. Concedió a micer Silvestro dei Medici el usufructo de las tiendas del Ponte Vecchio y retuvo para sí la corregiduría de Empoli; y concedió otros muchos beneficios a muchos ciudadanos amigos de la plebe, no tanto para recompensarlos por su colaboración como para que lo defendieran siempre contra sus enemigos.
Estimó la plebe que Michele di Lando, al reformar el gobierno del Estado, se había mostrado excesivamente favorable a los más ricos y que a ella no le había cabido en dicho gobierno todo lo que necesitaba para mantenerse en el mismo y poder defenderse; de modo que, impulsados por su acostrumbrada audacia, tomaron las armas y, en forma tumultuosa, se presentaron en la plaza enarbolando las enseñas y pidiendo que los Señores bajaran a la escalinata para discutir con ellos de nuevo los asuntos relativos a su seguridad y a su bienestar. Michele, viendo la arrogancia de los mismos y para no irritarlos más, pero sin escuchar sus pretensiones, censuró su modo de pedir las cosas y los exhortó a deponer las armas, pues sólo así se les concedería lo que por la fuerza no se les podía conceder sin menoscabo de la autoridad de la Señoría. Por todo ello, la multitud, irritada contra los de palacio, se retiró a Santa María Novella, donde nombraron por su cuenta ocho jefes con sus subalternos y con otras atribuciones, que les conferían autoridad y respeto; de manera que había dos Estados y la ciudad tenía ahora dos gobiernos distintos.
Estos nuevos jefes decidieron que en el palacio hubiera siempre al lado de los Señores ocho miembros elegidos por sus propias Artes y que todos los acuerdos que tomará la Señoría deberían ser confirmados por ellos. Quitaron a micer Silvestro de Medici y a Michele di Lando todo lo que en anteriores decisiones se les había concedido y asignaron cargos a muchos de los suyos, con subvenciones para que pudieron desempeñarlos con dignidad. Una vez tomadas estas decisiones, para darles validez, enviaron a dos de los suyos a la Señoría para pedir que los Consejos se las confirmaran, y con el propósito de conseguirlo con la fuerza si de grado no lo conseguían. Estos, con gran audacia y mayor presunción, expusieron su embajada a los Señores y echaron en cara al gonfalero la dignidad que ellos mismos le habían conferido y el honro que le había hecho, así como la mucha ingratitud y las pocas consideraciones con que él les había tratado. Pero como, al terminar el discurso, pasaran las amenazas, ni pudo Michele soportar tanta arrogancia y, considerando más el cargo que desempeñaba que su propia ínfima condición, decidió poner freno con medios extraordinarios a aquella extraordinaria insolencia; y, sacando la espada que llevaba ceñida, los hirió gravemente y luego los hizo atar y encerrar.
Este hecho, cuando se supo, encendió la ira de toda la muchedumbre la cual, pensando que podría obtener con las armas lo que no había conseguido desarmada, empuñó furiosa y tumultuosamente dichas armas y se puso en marcha para ir a enfrentarse con los Señores. Por su parte, Michele, temiendo lo que iba a ocurrir, decidió prevenirlo, pensando que resultaría más honroso atacar que esperar dentro de los muros al enemigo y verse precisado como sus antecesores a huir del palacio con deshonra y vegüenza. Reuniendo, pues, un gran número de ciudadanos que ya habían comenzado a darse cuenta de su error, montó a caballo y, seguido por muchos hombres armados, se dirigió a Santa María Novella para combatir a la plebe.
La plebe que, como arriba dijimos, había tomado parecida decisión, casi al mismo tiempo que Michele y los suyos salían, se puso en marcha a su vez para dirigirse a la plaza; oeri la casualidad hizo que sus recorridos fueran distintos y no se encontraran en el camino. Michele, al volver atrás, se encontró con que la plaza había sido ocupada y se intentaba asaltar el Palacio. Entablando batalla con ellos, consiguió vencerlos, expulsando de la ciudad a una parte de ellos y forzando a los otros a deponer las armas y esconderse.
Obtenida la victoria, los tumultos se calmaron sólo por mérito del gonfalonero, que superó entonces a todos los demás ciudadanos en valor, en prudencia y en bondad, y merece ser citado entre los pocos benefactores de la patria, pues, si hubiera habido en él intención torcida o ambiciosa, la República habría perdido enteramente la libertad y habría caido en una tiranía mayor que la del duque de Atenas. Pero su honradez hizo que no le pasara nunca por la mente pensamiento alguno contrario al bien público, y su prudencia le permitió llevar las cosas de manera que fueron muchos los que se pusieron de su parte, y pudo dominar a los otros con las armas. Todas estas cosas hicieron desconcertarse a la plebe e hicieron meditar a los mejores artesanos y considerar el desdoro que suponía para quienes habían domeñado la soberbia de los grandes el tener que soportar el hedor de la plebe.
Cuando Michele obtuvo esta victoria contra la plebe, se había formado ya la nueva Señoría. En ella figuraban dos individuos de tan vil e infame condición, que se acrecentó en los ciudadanos el deseo de librarse de tal vergüenza. Hallándose pues, la plaza llena de gente armada cuando los Señores tomaban posesión de sus magistraturas el día primero de septiembre, apenas salieron de palacio los Señores se alzó tumultuosamente entre los armados el grito de que no querían entre los señores a nadie del pueblo bajo. De modo que la Señoría, para satisfacerles, privó de la magistratura a aquellos dos, una de las cuales se llamaba Tria y el otro era el cardador Barocco; en su lugar eligieron a Giorgio Scali y Francesco di Michele. Anularon también el Arte o corporación del pueblo bajo y a sus inscritos los privaron de los cargos, excepto a Michele di Lando y a Lorenzo di Puccio y algunos otros más cualificados. Dividieron los cargos en dos partes iguales, una de las cuales asignaron a las Artes mayores y otra a las menores; pero decidieron que entre los Señores hubiera siempre cinco artesanos pertenecientes a las Artes menores y cuatro a las mayores, y que el cargo de gonfalonero correspondiera unas veces a uno de esos miembro y otras veces al otro. El gobierno así establecido consiguió por el momento calmar la ciudad; pero aunque se logró privar del mando de la República a la plebe, los artesanos resultaron más poderosos que los nobles, quienes se vieron obligados a ceder y a contentar a las Artes para quitar al pueblo bajo el favor de estas.
Todos estos hechos fueron favorecidos también por quienes deseaban que quedaran postrados los que, con el nombre de partido güelfo, tan duramente habían ofendido a muchos ciudadanos. Y como, entre los que habían favorecido al nuevo tipo de gobierno, figuraban micer Giorgio Scali, micer Benedetto Alberti, micer Silvestro dei Medici y Micer Tommaso Stozzi, estos se convirtieron casi en dueños de la ciudad. Esta disposición y organización de las cosas confirmó la ya iniciada rivalidad entre los ciudadanos notables y las Artes menores, rivalidad motivada por las ambiciones de los Ricci y de los Albizzi. Puesto que estas divisiones siguieron luego, en diversos momentos, gravísimos efectos, y más de una vez habremos de hablar de ellos, llamaremos a uno de estos partidos popular y al otro plebeyo. Duró este estado de cosas tres años y estuvo saturado de destierros y muertes, por lo que los gobernantes vivían en grave alarma, siendo muy grande el número de descontentos tanto dentro como fuera de la ciudad. Los descontentos de dentro tramaban, o se creían que tramaban, revoluciones todos los días; y los de fuera, sin miedo alguno que los frenase, sembraban toda suerte de desórdenes, ya en un sitio, ya en otro, unas veces por medio de algún príncipe y otras por medio de ciertas repúblicas.

Extraído del libelo nº 53 de Etcétera titulado Una Sublevación proletaria en la Florencia del siglo XIV, además de este texto el libelo contiene un análisis de Simone Weil.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Vaya pila de basura. Buscate un trabajo