Cuando se cumplen seis años de la invasión, ocupación y destrucción de Iraq, con más de 1 millón de muertos y 5 millones de desplazados en un país hoy sin médicos ni maestros ni poetas, desprovisto de servicios mínimos, hambreado y enfermo, entregado a fanáticos y criminales, abandonado a su suerte por el resto del mundo, que está más pendiente del menú del G-20 o del vestuario de Hillary Clinton, sólo la Konami Digital Entertainment nos devuelve a la memoria la existencia de ese horror distante. A la empresa estadounidense no le importa ganar dinero si es para aumentar la insensibilidad; no le importa vender sus productos en todo el mundo si es para disminuir la conciencia. Con un esfuerzo combinado de erudición y maestría técnica, recogiendo imágenes de archivo y testimonios de protagonistas, inspirándose en Shakespeare y Hemingway, la empresa ha creado el videojuego Seis Días en Faluya, que permite a sus usuarios experimentar minuto a minuto las emociones del fósforo blanco y la ejecución de prisioneros, en medio de estruendos tan falsos que parecen reales, con gráficos tan imposibles que parecen auténticos. Resignados a hacerse ricos con tal de dañar más mentes, transigiendo a la fama a cambio de degradar un poco más los espíritus, los creadores de Seis Días en Faluya afrontan el desafío –dice Peter Tamte, presidente de la compañía- de “presentar los horrores de la guerra en un juego al mismo tiempo muy divertido”. ¿Nos parecerán más horribles los horrores o más divertida la diversión? ¿Nos horrorizará divertirnos o nos divertirá horrorizarnos? ¡Qué horror el placer de matar! ¡Qué placer el horror de matar! La primera conquista de Faluya en noviembre del 2004, poco creíble, inspiró esta versión original que la próxima conquista de Faluya imitará; los marines que participaron en la primera conquista de Faluya, asesores hoy de Konami Digital Entertaintment, se sacrificaron para que los marines que conquisten por segunda vez Faluya –dondequiera que esté- hayan podido destruirla en un juego real antes de destruirla en una realidad recreativa.
Mientras en España 5.000 nuevos parados se suman todos los días a las listas del INEM y las clases medias recurren a los comedores municipales, mientras en EEUU 663.000 trabajadores perdían sus empleos en el mes de marzo y miles de personas son cotidianamente desalojadas de sus casas, sólo la cadena de televisión Fox afronta e interviene decisivamente en la crisis económica mundial. Resignada a ver aumentar sus índices de audiencia con tal de imitar a Nerón, transigiendo a la riqueza si es para apoyar y estimular la esclavitud, el canal estadounidense estrenará en las próximas semanas un nuevo reality show de nombre Alguien tiene que irse . En la antigua Roma los espectadores del circo disfrutaban viendo cómo los esclavos se mataban los unos a los otros y se ensañaban entre sí para sobrevivir hasta la próxima batalla; los espectadores estadounidenses –y enseguida españoles- disfrutarán viendo cómo los empleados de las empresas en crisis deciden entre ellos, contra ellos mismos, quién debe ser despedido para ahorrar gastos al dueño de la compañía o, lo que es lo mismo, quién debe sobrevivir hasta el próximo despido. A la empresa holandesa Endemol, contratada para la producción, no le importa tener que revalorizar su cotización en bolsa si es para despreciar a las víctimas del capitalismo; a la Fox no le importa superar en audiencia a la CNN si es para degradar, humillar y desmovilizar a los trabajadores amenazados. Mike Darnell, el genio de la telerrealidad de Fox, declaró al Washington Post sin ningún empacho que está “convencido de que los millones de estadounidenses que temen perder su empleo o ya lo han perdido se pegarán a la televisión para seguir la serie”. Programa de esclavos para esclavos, el número de espectadores aumentará a medida que se agrave la crisis; programa de infelices para infelices, la crisis proporcionará así a los rencorosos el exutorio emotivo de una venganza dirigida –no hacia los responsables, no, excluidos de las deliberaciones- sino hacia los que todavía sobreviven a los zarpazos del capitalismo. La crisis, después de todo, vale la pena: unos ganan mucho dinero y otros sienten el placer de perderlo todo ante las cámaras o el de ver a otros seguir el mismo destino en la pantalla.
Seis días en Faluya y Alguien tiene que irse son apenas dos muestras de un rutinario “estado del mundo y estado del alma”, por evocar la definición que hacía Kafka del capitalismo. En ambos casos, aceptamos como natural, como normal, como deseable, como inevitable, una realidad que nunca es tan horrible como para que –gag visual mediante- no nos proporcione también placer. El capitalismo indemniza cada horror real con un juego mucho más real aún; compensa cada dolor auténtico con un placer de ficción mucho más intenso y mucho más auténtico. Las revoluciones no hechas prolongan el sufrimiento y aproximan el apocalipsis, pero es que el sufrimiento y el apocalipsis constituyen lo mejor de la programación. Matar, matarse, hacer daño, hacerse daño, no inducen a la revuelta; reclaman sencillamente nuevas dosis. Todo es Apocalipsis; todo es orgasmo.
Este texto está extraído de Rebelion. Tiene por título Todo es dolor, todo es orgasmo y está escrito por Santiago Alba Rico.
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