domingo, 5 de abril de 2009

La vida y la huelga de los obreros metalúrgicos, Simone Weil. Francia, junio de 1936.

(Este artículo, firmado con el pseudónimo de Simone Galois, está compuesto de manera antitética. La primera parte es un testimonio personal de la autora sobre su experiencia obrera de 1934-1935. La segunda trata de las impresiones recogidas en el curso de las visitas a las fábricas ocupadas [entre ellas la Renault] que Simone Weil realizó a principios de ese famoso mes de junio de 1936. No disimula, sin embargo, los "graves problemas" que plantea el movimiento)


¡Al fin se respira! Es la huelga de los metalúrgicos. El público que ve todo esto desde lejos no lo comprende. ¿Qué es? ¿Un movimiento revolucionario? Sin embargo, todo está tranquilo. ¿Un movimiento reivindicativo? Pero ¿por qué tan profundo, tan general, tan fuerte y tan súbito?
Cuando se tienen ciertas imágenes clavadas en la mente, en el corazón, en la propia carne, se comprende. Se comprende inmediatamente. No tengo más que dejar afluir los recuerdos.
Un taller, algún lugar del suburbio, un día de primavera, durante esos primeros calores tan abrumadores para quienes se esfuerzan. El aire está cargado de olores de pinturas y barnices. Es mi primer día en esta fábrica. El día anterior me pareció acogedora: al final de todo un día recorriendo las calles, presentando certificados inútiles, finalmente esa oficina de contratación tuvo a bien cogerme. ¿Cómo defenderse, en el primer instante, de una sensación de agradecimiento? Estoy en una máquina. Contar cincuenta piezas... colocarlas una a una sobre la máquina, de un lado, no del otro... manejar cada vez una palanca... quitar la pieza... poner otra... otra más... contar más... No voy bastante rápido. La fatiga ya se deja sentir. Hay que hacer un esfuerzo, impedir que un instante de respiro separe un movimiento del movimiento siguiente. ¡Más rápido, aún más rápido! ¡Vamos! He puesto una pieza en el lado equivocado. ¿Quién sabe si es la primera? Hay que prestar atención. Esta pieza está bien colocada. Aquella también. ¿Cuántas he hecho en los últimos diez minutos? No voy bastante rápido. Me esfuerzo más. Poco a poco, la monotonía de la tarea me lleva a soñar. Durante unos instantes, pienso en muchas cosas. Despertar brusco: ¿cuántas he hecho? No deben de ser bastantes. No soñar. Esforzarse más. ¡Si al menos supiera cómo hay que hacerlo! Miro a mi alrededor. Nadie levanta nunca la cabeza. Nadie sonríe. Nadie dice una palabra. ¡Qué solo se está! Hago 400 piezas por hora. ¿Será bastante? Con tal de que mantenga esta cadencia, al menos... El timbre de mediodía, por fin. Todo el mundo se precipita al reloj de control de entrada y salida, al vestuario, fuera de la fábrica. Hay que ir a comer. Todavía tengo algo de dinero, afortunadamente. Pero hay que estar atento. ¿Quién sabe si se quedarán conmigo aquí? ¿Si no estaré en paro todavía durante días y días? Hay que ir a unos de esos restaurantes sórdidos que rodean las fábricas. Son caros, por otra parte. Algunos platos parecen muy tentadores, pero hay que escoger otro, más baratos. También comer es un esfuerzo. Esta comida no es un alivio. ¿Qué hora es? Quedan unos momentos para vaguear. Pero sin alejarse demasiado: fichar con un munuto de retraso es trabajar una hora sin salario. El tiempo avanza. Hay que entrar. Ahí está mi máquina; mis piezas. Hay que comenzar de nuevo. Ir rápido... Me siento desfallecer de fatiga y de hastío. ¿Qué hora es? Todavía faltan dos horas para salir. ¿Cómo podré soportarlo? Se acerca el encargado. "¿Cuántas ha hecho? ¿400 a la hora? Hay que hacer 800. Si no, no la cogeré. Si a partir de ahora hace 800, tal vez acepte que se quede". Habla sin elevar la voz. ¿Por qué habría de elevarla cuando con una palabra puede provocar tanta angustia? ¿Qué responder? "Lo intentaré". Esforzarse. Esforzarse un poco más. Vencer a cada segundo esa sensación desagradable, ese hastío que paraliza. Más rápido. Se trata de doblar la cadencia. ¿Cuántas he hecho al cabo de una hora? 600. Más rápido. ¿Cuántas al cabo de esta última hora? 650. El timbre. Fichar, vestirse, salir de la fábrica, el cuerpo vacío de toda energía vital, el espíritu vacío de pensamiento, el corazón sumido en la repugnancia, en rabia muda, y, por encima de todo, un sentimiento de impotencia y sumisión. La única esperanza para el día siguiente es que se me permita pasar otra jornada semejante. En cuanto a los días que vendrán después, están demasiado lejos. La imaginación se niega a recorrer un número tan gran de minutos sombríos.
Al día siguiente, se me permite volver a mi máquina, aunque el día anterior no haya hecho las 800 piezas exigidas. Pero habrá que hacerlas esta mañana. Más rápido. Aquí está el encargado. ¿Qué me dirá? "Pare". Paro. ¿Qué querrá de mí? ¿Despedirme? Espero una orden. En lugar de una orden, llega una seca reprimenda, siempre en el mismo tono imperioso. "Cuando se le diga que se pare, tiene que levantarse para ir a otra máquina. No hay que dormirse aquí". ¿Qué hacer? Me callo. Obedecer inmediatamente. Ir inmediatamente a la máquina que se me designa. Ejecutar dócilmente los gestos que se me indican. Ningún movimiento de impaciencia: todo movimiento de impaciencia se traduce en lentitud o torpeza. La irritación es buena para los que mandan, está prohibida a los que obedecen. Una pieza. Una pieza más. ¿Hago suficientes? Rápido. He hecho mal una pieza. ¡Atención! Voy más despacio. Rápido. Más rápido...


¿Qué mas recuerdos? Me vienen muy confusos. Mujeres que esperan ante la puerta de la fábrica. No se puede entrar más que diez munutos antes de la hora, y cuando se vive lejos hay que venir veinte minutos antes para no arriesgarse a un minuto de retraso. Se abre un portillo, pero oficialmente "no está abierto". Llueve a mares. Las mujeres está afuero bajo la lluvia, delante de esta puerta abierta. ¿Qué más natural que resguardarse cuando llueve y la puerta de una casa está abierta? Pero ni se piensa en hacer ese movimiento tan natural ante esta fábrica, porque está prohibido. Ninguna casa extraña es tan extraña como esta casa fábrica donde uno gasta cotidianamente sus fuerzas durante ocho horas.
Una escena de despido. Se me despide de una fábrica donde he trabajado un mes, sin que nunca se me haya hecho ninguna observación. Y, sin embargo, se contrata personal todos los días. ¿Qué tiene contra mí? No se han dignado a decírmelo. Vuelvo a la hora de la salida. Ahí está el jefe del taller. Le pido muy educadamente una explicación. Recibo como respuesta: "no tengo que rendirle cuentas", e inmediatamente se va. ¿Qué hacer? ¿Un escándalo? Me arriegaría a que no me contrataran en ninguna otra parte. No, mejor marcharse prudentemente, comenzar de nuevo a patear las calles, a estacionarse ante las oficinas de contratación y, a medida que pasan las semanas, sentir crecer, en el hueco del estómago, una sensación que se instala de manera permanente y de la que es imposible decir en qué medida es angustia y en qué medida es hambre.
¿Qué más? Un vestuario de fábrica, en una semana de invierno riguroso. El vestuario no tiene calefacción. Se entra allí, a veces justo después de haber trabajo delante de un horno. Hay un movimiento de retroceso, como ante un baño de agua fría. Pero hay que entrar. Hay que pasar allí diez minutos. Hay que meter en el agua helada las manos llenas de cortes, en carne viva, hay que frotarlas enérgicamente con serrín de madera para quitar un poco el aceite y el polvo negro. Dos veces por día. Por supuesto, se podrían soportar sufrimientos más penosos, ¡pero estos son tan inútiles! ¿Quejarse a la dirección¿ Nadie piensa en ello ni por un momento. "... Pasan completamente de nosotros". Sea verdad o no, ésa es, en todo caso, la impresión que nos dan. Mejor sufrir todo esto en silencio. Es también menos doloroso.
Conversaciones en la fábrica. Un día, una obrera lleva al vestuario a un chiquillo de nueve años. Surgen las bromas. "¿Le llevas a trabajar?". Ella responde: "Ya me gustaría que pudiese trabajar". Tiene dos chiquillos y un marido enfermo a su cargo. Gana de 3 a 4 francos por hora. Anhela el momento en que, al fin, este chiquillo pueda ser encerrado durante una larga jornada en una fábrica y le lleve unas cuantas monedas. Otra, buena camarda y afectuosa, a la que se pregunta por su familia. "¿Tienes hijos?". "No, afortunadamente. Es decir, tenía uno, pero murió". Habla de un marido enfermo que ha tenido durante ocho años a su cargo. "Murió, afortunadamente". Son hermosos, los sentimientos, pero la vida es demasiado dura...
Escenas de la paga. Se desfila como un rebaño, ante la ventanilla, bajo el ojo de los encargados. No se sabe cuanto se recibirá: habría que hacer siempre cálculos tan complicados que nadie los saca, y con frecuencia hay arbitrariedad. Imposible defenderse del sentimiento de que ese poco dinero que se nos da a través de la ventanilla es una limosna.
El hambre. Cuando se ganan 3 francos a la hora, o incluso 4, o incluso algo más, basta una desgracia, una interrupción del trabajo, una herida, para tener que trabajar durante una semana o más pasando hambre. No la subalimentación, que puede darse permanentemente, incluso sin que haya ninguna desgracia por el medio: el hambre. El hambre, unida a un duro trabajo físico, es una sensación punzante. Hay que trabajar tan rápido como de costrumbre, pues sin no tampoco se comerá la semana siguiente. Y para colmo, uno se arriesga a que le echen una bronca por producción insuficiente. Tal vez el despido. No será una excusa decir que se tiene hambre. Se tiene hambre, pero a pesar de todo hay que satisfacer las exigencias de esas personas por quienes se puede, en un isntante, ser condenado a tener más hambre todavía. Cuando no se puede más, hay que esforzarse. Siempre esforzarse. Al salir de la fábrica, volver inmediatamente a casa para evitar la tentación de cenar, y esperar la hora del sueño, que por otra parte se verá turbado porque también por la noche se tiene hambre. Al día siguiente, volver a esforzarse. Todos esos esfuerzos tendrán su contrapartida: algunos billetes, algunas monedas que se recibirán a través de una ventanilla. ¿Pedir más? No se tiene derecho a nada más. Se está allí para obedecer y callar. Se está en el mundo para obedecer y callar.
Contar céntimo a céntimo. Durante ocho horas de trabajo, se cuenta céntimo a céntimo. ¿Cuántos céntimos supondrán estas piezas? ¿Qué he ganado en esta hora? ¿Y la hora siguiente? Al salir de la fábrica, se sigue contando céntimo a céntimo. Se tiene tal necesidad de distensión, que todas las tiendas atraen. ¿Puedo tomar un café? Pero eso cuesta cincuenta céntimos. Me tomé uno ayer. Me queda tanto para estos quince días. ¿Y esas cerezas? Cuestan tantos céntimos. Se hace la compra: ¿cuánto cuestan aquí las patatas? Doscientos metros más allá cuestan diez céntimos menos. Hay que imponer esos doscientos metros a un cuerpo que se niego a caminar. Los céntimos se convierten en una obsesión. Debido a ellos, nunca se puede olvidar la coacción de la fábrica. Jamás se descansa. O, si se hace una locura, locura a la escala de unos francos, se pasará hambre. No hay que dejarse atrapar en ese círculo. Lleva al agotamiento, a la enfermedad, a la muerte. Pues cuando no se puede producir con bastante rapidez, no se tiene ya derecho a vivir. ¿No vemos a hombres de cuarenta años rechazados en todas partes, en todas las oficinas de contratación, sean cuales sean sus certificados? A los cuarenta años se le considera a uno incapaz. Desdicha de los incapaces.
La fatiga. La fatiga, abrumadora, amarga, por momentos dolorosa hasta el punto de que se desearía la muerte. Todo el mundo, en todas las situaciones saber lo que es estar fatigado, pero para esta fatiga se necesitaría otro nombre. Hombres vigorosos, en la plenitud de sus fuerzas, se duermen de cansancio en el asiento del metro. No después de un duro golpe, sino después de un día de trabajo normal. Un día como será el siguiente y el siguiente, y así siempre. Al entrar en el vagón de metro, al salir de la fábrica, una angustia ocupa todo el pensamiento: ¿encontraré asiento? Sería demasiado duro tener que estar de pie. Pero muy a menudo hay que estar de pie. ¡Cuidado, que el exceso de cansancio no impida dormir! Al día siguiente habrá que esforzarse todavía un poco más.
El miedo. Raros son los momentos del día en que el corazón no está algo comprimido por cualquier angustia. Por la mañana, la angustia de la jornada que hay por delante. En los vagones del metro que lleva Billancourt, hacia las 6.30 de la mañana, se ve la mayoría de los rostros contraídos por esta angustia. Si no se va con tiempo, el miedo al reloj de control. En el trabajo, el miedo a no ir bastante rápido para todos aquellos que tienen dificultades en conseguirlo. El miedo de hacer mal las piezas al forzar la cadencia, porque la rapidez produce una especie de embriaguez que anula la atención. El miedo a todos los pequeños accidentes que pueden ocasionar fallos o la rotura de una herramienta. De manera general, miedo a las broncas. Uno se expondría a muchos sufrimientos sólo por evitar una bronca. La menor reprimenda es una dura humillación, porque uno no se atreve a responder. ¡Y cuántas cosas pueden provocar una reprimenda! Una máquina mal regulada por el ajustador; una herramiento de acero de mala calidad; piezas que no pueden ser bien colocadas; bronca segura. Se va a busca al jefe a través del taller para que le den a uno trabajo, se gana una reprimenda. Si se hubiera esperado en su oficina, también se habría uno arriesgado a una reprimenda. Uno se queja de un trabajo demasiado duro o de un ritmo imposible de seguir, y oye cómo le recuerdan brutalmente que ocupa un lugar que cientos de parados cogerían gustosamente. Para atreverse a quejarse, es perciso no poder ya más. Y ésa es la peor angustia, la angustia de sentir que uno no se agota oque envejece, que pronto ya no podrá más. ¿Pedir un puesto menos duro? Habría entonces que reconocer que ya no se puede ocupar el puesto en que se está. Tiesgo de ser despedido. Hay que apretar los dientes. Aguantar. Como un nadador en el agua. Únicamente con la perspectiva de nadar siempre, hasta la muerte. Ninguna barca por la que poder ser recogido. Si uno se hunde lentamente, si se ahoga, nadie en el mundo se enterará. ¿Qué es uno mismo? Una unidad en los efectivos del trabajo. No cuenta. Apenas existe.
La coacción. No hacer nunca nada, ni siquiera en los detalles, que constituya una iniciativa. Cada gesto es simplemente la ejecución de una orden. En todo caso para los trabajadores especializados en una máquina. En una máquina, para una serie de piezas, hay cinco o seis movimientossimples señalados que se deben repetir a la máxima velocidad. ¿Hasta cuándo? Hasta que reciba la orden de hacer otra cosa. ¿Cuánto durará esta serie de piezas? Hasta que el jefe ordene otra serie. ¿Cuánto tiempo habrá que estar en la máquina? Hasta que el jefe mande ir a otra. En todo momento se está en la situación de poder recibir una orden. Se es una cosa entregada a la voluntad de otro. Como no es natural que un hombre se convierta en cosa, y como no hay coacción tangible, no hay látigo, no hay cadenas, hay que plegarse a esa pasividad. ¡Qué hermoso sería poder dejar el alma en la casilla donde se deja la tarjeta de fichar y cogerla a la salida! Pero no se puede. Se la lleva al taller. Todo el tiempo hay que hacerla callar. A la salida, a menudo ya no se la tiene, porque se está demasiado cansado. O si todavía se la tiene, qué dolor al llegar la noche, al darse cuenta de lo que se ha sido ocho horas durante ese día, y de lo que será ocho horas el día siguiente, y al otro...


¿Qué más? La extraordinaria importancia que adquiere la benevolencia o la hostilidad de los superiores inmediatos, ajustadores, jefe de equipo, encargado, aquellos que dan a su antojo el "bueno" o el "malo" al trabajo, quienes pueden a su voluntad ayudar o reprender en las desgracias. La necesidad perpetua de no desagradar. La necesidad de responder a las palabras brutales sin ningún rasgo de mal humor, e incluso con deferencia, si se trata de un encargado. ¿Qué más? El "mal trabajo". mal cronometrado, sobre el que uno se revienta para no poner dificultades al bueno, porque se arriesgaría a que le echaran una bronca por velocidad insuficiente; el que se equivoca no es nunca el cronometrador. Y si eso se produce con mucha frecuencia, se corre el riesgo de despido. Y aun matándose, no se gana casi nada, justamente porque es un "mal trabajo". ¿Qué más? Pero eso basta. Eso basta para mostrar lo que es una vida semejante, y que si uno se somete a ella, es, como dice Homero sobre los esclavos, "muy a pesar suyo, bajo la presión de una dura necesidad".
Desde el momento que se ha sentido que se debilita la presión, inmediatamente los sufrimientos, las humillaciones, los resentimientos, las amarguras silenciosamente amontonadas durante años, ha constituido una fuerza suficiente para aflojar la opresión. Esa es toda la historia de la huelga. No hay otra.
Burgueses inteligentes creyeron que la huelga había sido provocada por los comunistas para molestar al nuevo gobierno. Yo misma he oído decir a un obrero inteligente que la huelga había sido provocada, sin duda alguna, por los empresarios para molestar a ese mismo gobierno. Esta coincidencia es extraña. Pero no era necesaria ninguna provocación. Uno se doblegaba bajo el yugo. Cuando el yugo se ha aflojado, se ha levantado la cabeza. Y nada más.
¿Cómo es que ha pasado esto? ¡Oh!, muy sencillamente. La unidad sindical no ha constituido un factor decisivo. Por supuesto, es un gran triunfo, pero que representa mucho más en otras corporaciones para los metalúrgicos de la región parisiense entre los que no se contaba, hace un año, más que con algunos miles de sindicados. El factor decisivo, hay que decirlo, es el gobierno del Frente Popular. En primer lugar, se puede por fin -¡por fin!- hacer una huelga sin policía, sin gendarmes. Pero eso vale para todas las corporaciones. Lo que cuenta sobre todo es que las fábricas de mecánica trabajan casi todas para el Estado, y dependen de él para equilibrar su presupuesto. Esto lo sabe cualquier obrero. El obrero, al ver llegar al poder al Partido Socialista, tuvo la sensación de que, ante el patrón, ya no era el más débil. La reacción ha sido inmediata.
¿Por qué los obreros no han esperado la formación del nuevo gobierno? En mi opinión, no es necesario buscar maniobras maquiavélicas. Tampoco nosotros debemos apresurarnos a concluir que la clase obrera desconfía de los partidos o del poder del Estado. Luego tendríamos serias desilusiones. Por supuesto, es reconfortante constatar que los obreros prefieren todavía resolver sus propios asuntos antes que confiarlos al gobierno. Pero no es, creo ese estado de ánimo el que ha determinado la huelga. No. En pimer lugar, no ha habido fuerza para esperar. Todos los que han sufrido saben que cuando uno cree que va a ser liberado de un sufrimiento demasiado largo y demasiado duro, los últimos días de espera son intolerables. Pero el factor esencial está en otra parte. El público, y los empresarios, y el mismo León Blum, y todos aquellos que son extraños a esta vida de esclavitud, son incapaces de comprender lo que ha sido decisivo en este asunto. En este movimiento se trata de otra cosa que de una u otra reivindicación particular, por importante que sea. Si el gobierno hubiera podido obtener plena y entera satisfacción por simples negociaciones, se estaría menos contento. Después de haberse sometido siempre, de haber sufrido todo, de haber aguantado todo en silencio durante y meses años, se trata de atreverse por fin a levantarse. A ponerse de pie. Tomar la palabra. Sentirse hombres durante algunos días. Independientemente de las reivindicaciones, esta huelga es en sí misma una alegría. Una alegría pura. Una alegría sin mezcla.
Sí, una alegría. He ido a ver a los compañeros a una fábrica en la que trabajé hace unos meses. He pasado algunas horas con ellos. Alegría de entrar en la fábrica con la autorización sonriente de un obrero que vigila la puerta. Alegría de encontrar tantas sonrisas, tantas palabras de fraternal acogida. ¡Cómo se siente uno entre compñaeros en esos talleres en los que, cuando trabajaba allí, cada uno se sentía completamente sólo en su máquina! Alegría de recorrer libremente esos talleres don uno estaba clavado en la máquina, de formar grupos, de conversar, de tomar un bocado. Alegría de escuchar música, cantos y risas, en lugar del estrépito despiadado de las máquinas, símbolo tan patente de la dura necesidad bajo la que uno se doblega. Uno se pasea entre esas máquinas a las que ha dado, durante tantas y tantas horas, lo mejor de su sustancia vital, y ellas se callan, ya no cortan dedos, ya no hacen daño. Alegría de pasar delante de los jefes con la cabeza alta. Se deja por fin de tener necesidad de luchar a cada instante para conservar la dignidad a los propios ojos, contra una tendencia casi invencible a someterse en cuerpo y alma. Alegría de ver a los jefes mostrarse próximos por la fuerza, estrechar manos, renunciar completamente a dar órdenes. Alegría de verles esperar dócilmente su turno para tener el bono de salido que el comité de huelga consiente en concederles. Alegría de decir lo que se tiene en el corazón a todo el mundo, jefes y camaradas, en esos lugares donde los obreros podían trabajar durante meses uno al lado del otro sin que ninguno de los dos supiera lo que pensaba el vecino. Alegría de vivir, entre esas máquinas mudas, al ritmo de la vida humana -el ritmo que corresponde a la respiración, a los latidos del corazón, a los movimientos naturales del organismo humano- y no a la cadencia impuesta por el cronometrador. Por supuesto, esa vida tan dura volverá a comenzar en unos días. Pero no se piensa en ello, todos están como los soldados de permiso durante la guerra. Y después, llegue lo que llegue después, siempre se habrá tenido eso. Finalmente, por vez primera, y para siempre, flotarán alrededor de esas pesadas máquinas otros recuerdos que el silencio, la coacción, la sumisión. Recuerdos que pondrán un poco de orgullo en el corazón, que dejarán un poco de calor humano sobre todo ese metal.
Distensión completa. No se tiene esa energía ferozmente tensa, esa resolución mezclada con angustia tan a menudo observada durante las huelga. Hay resolución, por supuesto, pero sin angustia. Se está feliz. Se canta, pero no La Internacional, sino la Joven Guardia; se cantan canciones, simplemente, y eso está muy bien. Algunos hacen bromas, de las que se ríe por el placer de oírse reír. No hay mala intención. Por supuesto, se es feliz por hacer sentir a los jefes que ya no son los más fuertes. Les toca a ellos. Eso les hace bien. Pero no se es cruel. Se está demasiado contento. Se está seguro de que los patronos cederán. Se cree que habrá un nuevo golpe duro al cabo de algunos meses, pero se está preparado. Se dice que si ciertos patronos cierran sus fábricas, el Estado las reabrirá. No se pregunta ni por un instante si podrá hacerlas funcionar en las condiciones deseadas. Para todo francés, el Estado es una fuente de riqueza inagotable. La idea de negociar con los patronos, de lograr compromisos, no se le ocurre a nadie. Se quiere conseguir lo que se pide. Se quiere conseguir porque las cosas que se pide, se desean, pero sobre todo porque después de haber estado tanto tiempo sometidos, para una vez que se levanta la cabeza, no se quiere ceder. Nadie quiere dejarse aplastar, o ser tomado por imbécil. Después de haber ejecutado pasivamente tantas y tantas órdenes, es muy bueno poder por fin darlas por una vez a aquellos de los que se recibían. Pero lo mejor de todo es sentirse hermanos hasta tal punto...
Y las reivindaciones, ¿qué pensar de ellas? En primer lugar, hay que señalar un hecho muy comprensible, pero muy grave. Los obreros hacen la huelga, pero dejan a los militantes el cuidado de estudiar los detalles de las reivindicaciones. El hábito de la pasividad contraído cotidianamente durante años y años no se pierde en unos días, ni siquiera en unos días tan hermosos. Y además, no es en el momento en que uno se ha evadido por unos días de la esclavitud cuando se puede encontrar en uno mismo el valor de estudiar las condiciones de la coacción bajo la que se ha estado doblegado día tras día, bajo la que se seguirá doblegando. No se puede pensar en eso todo el tiempo. Hay límites en las fuerzas humanas. Uno se contenta con gozar, plenamente, sin pensar en nada más, del sentimiento de que por fin se cuenta para algo; que se va a sufrir menos; que se tendrán vacaciones pagadas -ésta, se dice con los ojos brillantes, es una reivindicación que no se arrancará ya del corazón de la clase obrera-, que se tendrán mejores salarios y algo que decir en la fábrica, y que todo esto no se habrá simplemente obtenido, sino impuesto. Por una vez, uno se deja mecer por esos dulces pensamientos; no se consideran más de cerca.
Ahora bien, este movimiento plantea graves problemas. El problema central, en mi opinión, es la relación entre los problemas materiales y los problemas morales. Hay que mirar las cosas de frente. ¿Es que los salarios reclamados superan las posibilidades de las empresas en el marco del régimen? Y si es así ¿qué hay que pensar de ello? No se trata simplemente de la metalurgia, ya que con todo derecho el movimiento reivindactivo se ha hecho general. ¿Entonces? ¿Asistiremos a una nacionalización progresiva de la economía bajo el impulso de las reivindicaciones obreras, a una evolución hacia la economía de Esta y el poder totalitario? ¿O a un recrudecimiento del desempleo? ¿O a un retroceso de los obreros, obligados a bajar la cabeza una vez más bajo la coacción de las necesidades económicas? En todos estos casos, este hermoso movimiento tendría un triste final.


Yo percibo, para mí, otra posibilidad. A decir verdad, es delicado hablar de ello públicamente en semejante momento. En pleno movimiento reivindicativo, difícilmente se atreve uno a sugerir que se limiten voluntariamente las reivindicaciones. Mala cosa. Cada cual debe asumir sus responsabilidades. Yo pienso, para mí, que el momento sería favorable, si se lo supiera utilizar, para constituir el primer embrión de un control obrero. Los patronos no pueden conceder satisfacciones ilimitadas, se entiende; que al menos no sean ya los único jueces de lo que pueden o dicen poder. Que en todas partes donde los patronos invoquen como motivo de resistencia la necesidad de equilibrar el presupuesto, los obreros establezcan una comisión de control de cuentas constituida por algunos de ellos, un representante del sindicato, un técnico miembro de una organización obrera. ¿Por qué, allá donde la distancia entre las reivindicaciones obreras y las ofertas de la patronal es grande, no se aceptaría reducir considerablemente las pretensiones hasta que la situación de la empresa mejorara y bajo la condición de un control sindical permanente? ¿Por quá incluso no prever en el contrato colectivo, para las empresas que estén al borde de la quiebra, una posible derogación de las cláusulas que se refieren a los salarios, bajo la misma condición? Habría entonces al fin y por primera vez, a continuación de un movimiento obrero, una transformación duradera en la relación de fuerzas. Vale la pena que los militantes responsables reflexionen seriamente sobre este punto.
Otro problema, que concierne más particularmente al infierno de la mecánica, debe también considerarse. Es la repercusión de las nuevas condiciones salariales sobre la vida cotidiana del taller. En primer lugar, la desigualdad entre las categorias ¿se mantendrá íntegramente o disminuirá? Sería deplorable mantenerla. Anularla sería un alivio, un progreso prodigioso en cuanto a la mejora de relaciones entre los obreros. Si uno se siente solo en una fábrica, y es normal que uno se sienta allí muy solo, es en gran parte a causa del obstáculo que para las relaciones de compañerismo suponen estas pequeñas desigualdades, grandes por relación a esos escuálidos salarios. Aquel que gana un poco menos envidia al que gana un poco más. El que gana algo más desprecia al que gana algo menos. Es así. No es así para todos, pero es así para muchos. Sin duda, todavía no se puede establecer la igualdad, pero al menos se pueden disminuir considerablemente las diferencias. Hay que hacerlo. Pero esto es lo que me parece más grave: habrá, para cada categoría, un salario mínimo. Pero se mantiene el trabajo a destajo. ¿Qué sucederá entonces en caso de los bons coulés, es decir, en el caso en que el salario calculado en función de las piezas realizadas sea inferior al salario mínimo? El patrón abonará la diferencia, por supuesto. La fatiga, la falta de vivacidad, la mala suerte de que lo que hagas sea considerado "mal trabajo" o de trabajar en una máquina estropeada no serán ya castigada automáticamente mediante una bajada casi ilimitada de salarios. No se verá ya a una obrera ganar doce francos en una jornada porque haya tenido que esperar cuatro o cinco horas a que se termine de arreglar su máquina. Muy bien. Pero es de temer entonces que ese injusto castigo de un salario irrisorio sea sustituido por un castigo más despiadado, el despido. El jefe sabrá a qué obreros ha debido aumentar el salario para observar la cláusula del contrato, sabrá qué obreros han quedado con más frecuencia por debajo del mínimo. ¿Se le podrá impedir que se les ponga en la calle por rendimiento insuficiente? ¿Pueden extenderse hasta ahí los poderes del delegado de taller? Esto me parece casi imposible, sean cuales sean las cláusulas del contrato colectivo. Desde ese momento, es de temer que a la mejora de los salarios corresponda una nueva agravación de las condiciones morales del trabajo, un terror aumentado en la vida cotidiana del taller, una agravación de esta cadencia de trabajo que ya rompe el cuerpo, el corazón y el pensamiento. Una ley implacable, desde hace veinte años, para hacer que todo ayude a la agravación de la cadencia.
Siento terminar con una nota triste. Estos días, los militantes tienen una terrible responsabilidad. Nadie sabe cómo irán las cosas. Son de temer varias catástrofes. Pero ningún temor borra la alegría de ver levantar la cabeza a aquellos que siempre, por definición, la inclinan. No tienen, por más que se suponga desde fuera, esperanzas ilimitadas. Ni siquiera sería exacto hablar en general de esperanza. Saben bien qe a pesar de las mejoras conquistadas, el peso de la opresión social, alejado por un instante, recaerá sobre ellos. Saben que se van a encontrar bajo una dominación dura, seca y sin miramientos. Pero lo que es ilinitado es la felicidad presente. Está al fin afirmados. Al fin han hecho sentir a sus amos que existen. Someterse a la fuerza es duro; dejar creer que uno quiere someterse, es demasiado. Hoy nadie puede ignorar que aquellos a los que se les ha asignado como único papel en esta tierra doblegarse, someterse y callarse, se doblegan, se someten y se callan solamente en la medida precisa en que no pueden hacer otra cosa. ¿Sucederá algo distinto? ¿Asistiremos por fin a una mejora efectiva y duradera de las condiciones del trabajo industrial? El futuro lo dirá; pero ese provenir no hay que esperarlo, hay que hacerlo.


Este artículo está escrito por Simone Weil con el pseudónimo Simone Galois. Se publicó en el número 224 de la revista La Révolution polétarienne el 10 de junio de 1936. Está extraído del libro Simone Weil. Escritos históricos y políticos. Editorial Trotta 2007.

1 comentario:

Hernan dijo...

Leí este fragmento en un libro recopilatorio de cartas de Simone Weil llamado "La condición obrera".. Lo recomiendo.