lunes, 16 de noviembre de 2009

Marxistas y anarquistas

“Repetir una y otra vez lo mismo, pensando que el resultado va a ser diferente, es la definición exacta de locura” (Albert Einstein).

En el principio fue el caos. Confundidos cielo y tierra, todo se mezclaba. Anarquistas, marxistas, incluso republicanos y demócratas radicales se amalgamaban en un movimiento indiferenciado que sólo sabía de sí mismo que acababa de independizarse del liberalismo triunfante radicalizando sus abandonadas promesas. Lo llamamos “la Primera Internacional”.
Después todo se rompió y comenzaron los viajes a ninguna parte.
Los anarquistas movilizaron y organizaron a las masas en algunos países.
Emprendieron un gigantesco proyecto pedagógico con ellas. Desarrollaron mecanismos de control obrero en el seno de sus organizaciones que llevaron el concepto de democracia a cotas no vistas anteriormente. Pero, encarados con la tensión máxima del todo o nada, no fueron nunca capaces de sobrevivir a las exigencias de la realidad. En otros países, vegetaron durante decenios sin pasar de un estadio puramente contemplativo y moralista, ocupación de unos pocos tipos bohemios.
Los marxistas decidieron ser “pragmáticos”. Primero se organizaron en partidos y llegaron a los parlamentos para obtener el poder pacíficamente y transformar el mundo por etapas. Se convirtieron en burócratas patrioteros que jaleaban las guerras imperialistas. Ante semejante espectáculo, su ala radical decidió desarrollar una orientación más salvaje. Cartografiando una auténtica ciencia práctica de la organización, encuadraron a lo más granado, honrado y generoso de numerosos países y tomaron el poder en ellos, para perderlo después, mientras sus orgullosos estados proletarios se transformaban en aparatos burocráticos, dominados por una incipiente clase explotadora dogmática, inútil y enceguecida por su propia verborrea, siempre dispuesta a rendirse al enemigo.
Ninguno (ni anarquistas ni comunistas) venció.
Lo repetimos, por si alguien no lo tiene claro: ninguno venció. Ninguno transformó el mundo.
Los anarquistas nos han dejado un gigantesco monumento a la libertad de individuo y a la autogestión. De hecho, ahora, actuar como si el Este Europeo no hubiese existido es simplemente imposible. Cualquier apuesta revolucionaria consecuente debe incluir claros límites al estatismo y a la burocracia, claras apuestas por el ejercicio directo del poder por parte de la clase en la política y en el lugar de trabajo. Directo y sin mediaciones: la famosa autogestión.
Los marxistas construyeron un gigantesco edificio teórico y organizativo. Creer que se puede actuar en el mundo sin conocer la magnífica obra de interpretación y anatomía del capitalismo, levantada por Marx y sus epígonos, es impensable a día de hoy. Analizar el mundo, organizar la resistencia más allá del espontaneísmo del momento: Organización y Ciencia (¿les suena?).
Así que aquí estamos. E, insistimos: ambos fracasaron.
El absurdo más tenaz es lo único que sostiene las ditirámbicas provocaciones de distintas Iglesias sobre la vida de Melchor Rodríguez, la condición profesional de Noam Chomsky o la supuesta malevolencia de ciertas herramientas de trabajo rusas. El absurdo elevado al cuadrado, cuando se expresa en la inútil violencia de quienes quieren ganar una guerra perdida hace cincuenta años, pegando de tortas a algún despistado. Por cierto, así mismo es como se perdió esa guerra.
El principio del placer, ciertamente, nos invita a jugar con nuestros juguetitos: nuestras banderitas, nuestras bonitas siglas, nuestra bendita bronca folclórica entre anarquistas y marxistas… Así nos sentimos de la CNT o del Partido bolchevique, y nos ilumina la luz radiante de la historia de revoluciones que no hemos hecho. Es más confortante y nos sentimos muy como en casa.
Pero el principio de la realidad nos recuerda que ambas ramas son enormemente inspiradoras y bellas, en su asimetría, en su tenaz apuesta, en su exigencia irrenunciable de un mañana distinto. Son inspiradoras y bellas. Pero nada más. Debemos conocerlas y respetarlas, estudiarlas y transmitirlas, pero sólo si nos damos cuenta de que el camino abierto ante nuestros ojos debemos recorrerlo nosotros mismos, sin Manuales de Uso ni Biblias, sin repetir una y otra vez los mismos senderos que históricamente no han conducido a nada, podremos avanzar algún paso.
No nos toca elegir bando. Sino construir lo nuevo. Si no lo hacemos no estaremos a la altura de los desafíos de nuestro tiempo.


José Luis Carretero, extraído de Klinamen.

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