La situación en Barcelona era cada vez más crítica, el gabinete de Maura anunció el 11 de julio que los reservistas se incorporarían al servicio activo en Marruecos. Esta convocatoria no fue del todo una sorpresa. Los esporádicos enfrentamientos entre las tribus rifeñas y las tropas españolas venían sucediéndose desde hacía semanas. La atmósfera bélica era palpable, y no era un secreteo para nadie que los rifeños amenazaban las rutas de abastecimiento de las valiosas minas de hierro, que eran propiedad de los principales capitalistas españoles. Para los trabajadores españoles la perspectiva de verter su sangre en defensa de las posiciones coloniales de unos pocos maganates acaudalados no resultaba particularmente tentadora. La decisión de Maura provocaría dramáticas escenas en Barcelona, principal puerto de embarque para Marruecos. Muchos reservistas eran trabajadores catalanes, sumamente pobres, cuyas familias no estaban en condiciones de prescindir ni siquiera por unos pocos días de quienes ganaban el sustento, y mucho menos de permitir que sus vidas fueran puestas en peligro en aventuras imperialistas. Un sentimiento profundamente antibelicista se extendió por todo el país. EL 18 de julio, Pablo Iglesias, un hombre que durante décadas había hecho de la prudencia la tónica de la política socialista, advirtió durante un mitin contra la guerra que si fuera necesario los trabajadores declararían una huelga general, con todas sus consecuencias.
¿Pero cuándo sería necesario? El mismo día del discurso de Iglesias, los rifeños atacaron las líneas españolas de abastecimiento, convirtiendo lo que hasta entonces habían sido una sucesión de pequeñas escaramuzas en una guerra a gran escala. Las manifestaciones en el puerto catalán se extendieron a las estaciones de ferrocarril y a otras ciudades donde se reclutaban reservistas. La crisis se agudizaría en Barcelona cuando el 21 de julio El Poble Catalá publicó una petición de los socialistas catalanes a la secretaría general de Madrid, llamando a la huelga general en toda España. Pasó casi una semana desde la advertencia de Iglesias, sin que la UGT se decidiera a tomar alguna decisión. Mientras tanto los disturbios aumentaban en todo el país. Según un editorial de el El Poble Catalá, la situación no era alentadora: "Se han cerrado las válvulas y el vapor se está calentando. ¿Quién sabe si explotará?".
Esta situación inestable desapareció el 24 de julio, cuando dos anarquistas de Barcelona, José Rodríguez Romero y Miguel Villalobos Morena, decidieron constituirse como núcleo de un Comité de huelga. Rodríguez Romero era un anarcosindicalista que trabajaba en Solidaridad Obrera, y Villalobos Morena había sido maestro de un pueblo minero, hasta que se vio forzado a abandonar la escuela por haber divulgado ideas anarquistas. Villalobos, que había pertenecido a la plantilla de la Escuela Moderna de Ferrer, representó a los "sindicalistas" en el Comité de huelga. Por supuesto, estos dos hombres, por su dedicación a los ideales de una sociedad libertaria y por su métodos libertarios de lucha, podían considerarse anarquistas.
Reunieron fonfos entre los militantes de Solidaridad Obrera y empezaron a recorrer la ciudad entrevistando a diferente líderes para obtener su participación. Enfrentados a una situación insostenible, los socialistas catalanes, que habían estado esperando noticias de Madrid, no tuvieron otra alternativa que unirse al Comité. Quedarse al margen les hubiera supuesto perder la oportunidad de desempeñar un importante papel en el proceso de huelga.
Dentro del grupo de los radicales la huelga provocaría la división entre los líderes principales y la masa de militantes. Lerroux había marchado al extranjero en febrero de 1909, huyendo de un juicio por sedición provocado por un artículo suyo. Lerroux, prudentemente, permaneció fuera hasta octubre de 1909, cuando todo rastro de conflicto había desaparecido. La direcció del partido recayó en Emiliano Iglesias Ambrosio, un astuto abogado cuya única línea política consistiría en obstaculizar todo lo posible la acción revolucionaria sin perjudicar la imagen radical. Aunque trataron de lograr el favor tanto de los altos mandos militares como de los trabajadores -dos campos esencialmente antagónicos-, los políticos radicales no consiguieron satisfacer a ninguno de los dos grupos. Si bien un año más tarde los radicales iban a lograr una amplia victoria electoral, los trabajadores catalanes ya habían abandonado por aquel entonces el partido y toda actividad política. Por su parte, el ejército formaría sus propias organizaciones, las Juntas de Defensa, y desde entonces su orientación sería casi en exclusiva reaccionaria.
El Coimité de huelga se formó la noche de un sábado, y el lunes la huelga ya estaba en marcha. Durante las primeras horas de la mañana, delegaciones del Comité se presentaron en las puertas de las fábricas, exhortando a los trabajadores a unirse al paro. Los patronos cerraron sus fábricas una vez más para proteger sus propiedades, acrecentando, como ya había ocurrido en el 1902, las filas de los huelguistas. Los anarquistas asociados a Tierra y Libertad intentaron convertir la huelga en una insurrección, pero las autoridades arrestaron de inmediato a los más importantes activistas de este grupo por incitar a las masas al ataque de los cuarteles de la policía. De este modo fueron eliminados de la escena tan pronto como se inició la huelga. Los socialistas, por otra parte, temerosos de los "desórdenes anarquistas", trataron de limitar la huelga a una protesta antibelicista y consideraron todo intento de rebelión como aventurado.
Los acontecimientos iban a asombrar al mundo entero. Durante la semana comprendida entre el 26 de julio y el primero de agosto, Barcelona ofrecía el espectáculo de una insurrección a gran escala, una sublevación prácticamente espontánea que no recibía indicaciones apenas de los líderes sindicales o del Partido Radical. Como comenta Anselmo Lorenzo en una carta a Tárrida del Mármol, que se encontraba en Londres, "lo que está sucediendo aquí es asombroso. En Barcelona ha estallado una revolución social y ha sido desencadenada por el pueblo. Nadie la ha instigado. Nadie la ha dirigido. Ni los liberales, ni los nacionalistas catalanes, ni los republicanos, ni los socialistas, ni los anarquistas".
Si Lorenzo hubiese conocido todos los detalles, habría añadido que el gobierno civil en la ciudad se había desplomado. El primer día de huelga, el entonces gobernador, don Ángel Ossorio y Gallardo, dimitió de su cargo y se retiró muy irritado a su mansión veraniega en el Tibidabo. El Capitán General de Cataluña, receloso de la guarnición local, confinó a la mayoría de su tropa en los cuarteles, dejando las calles en manos de los revolucionarios.
Todos aquellos que despuntaron de algún modo durante la insurrección eran militantes pertenecientes al Partido Radical y a Solidaridad Obrera. Debido a la falta de liderazgo de la sublevación, los militantes fueron los líderes, según observa Joan Conelly Ullman en su detallado estudio sobre la insurrección. Eran anarquistas en sus convicciones, aun cuando nominalmente fueran miembros del Partido Radical o de Solidaridad Obrera. Sus esfuerzos nunca fueron coordinados por el Comité, que rechazó dictar ningún tipo de normas y empleó la mayor parte de su tiempo intentando convencer al jefe radical Iglesias para que se uniese a ellos. Iglesias, preocupado en aquel momento únicamente por su seguridad personal, se negó a ello. Así, desde el comienzo de la insurrección siguó su propio curso. El gentío que vagaba por las calles principales trataba de manera muy diferente a soldados y a policías. Los primeros eran saludados con vivas y proclamas en contra de la guerra; los cuarteles de la Guardia Civil, por el contrario, fueron atacados ferozmente. Esta hábil estrategia tuvo éxito: la policía desapareció prácticamente de la escena, y en el Paseo de Colón un grupo de dragones se negó a obedecer la orden de abrir fuego contra la multitud. Las líneas férreas de entrada a la ciudad fueron dinamitadas, de modo que Barcelona quedó aislada por un tiempo de las guarniciones externas. En los distritos obreros se levantaron barricadas y se repartieron armas. Las mujeres desempeñaron un papel muy importante en la rebelión, y a menudo se unieron a los hombres en el momento de la lucha. La contienda no solo movilizó a trabajadores y murcianos, sino que involucró también a grupos de desclasados, especialmente prostitutas.
A pesar de las objecciones a la eficacia de la espontaneida popular, la insurrección no fue derrotada por la falta de liderazgo. El problema crucial fue la falta de apoyo exterior. La interrupción de las comunicaciones entre Barcelona y el resto de España resultó ventajosa para el gobierno, quien tergiversó los hechos y presentó la sublevación como un movimiento exclusivamente autonomista. Los obreros y campesinos no catalanes, apaciguados por esta falsa imagen de los sucesos, no tomaron ninguna iniciativa para apoyar a los revolucionarios. Con la excepción de un grupo de trabajadores de las ciudades cercanas, el proletariado de Barcelona luchó solo y lo hizo con gran coraje e iniciativa. El miércoles 28 de julio llegó a la ciudad un importante destacamento de tropas que se desplegó para ir al encuentro de los insurrectos. La intensa lucha se prolongó hasta bien entrado el día siguiente. En las barriadas de Clot y Poble Nou la resistencia de los trabajadores fue tan tenaz que fue necesaria la artillería para despejar las barricadas, y después de que éstas fueran arrasadas, la lucha continuó en el interior de los edificios y en las azoteas.
En otros lugares el combate fue esporádico. La moral de los tabajadores había decaído debido a las noticias de que la rebelión era un hecho aislado. Por ejemplo, la UGT, única federación obrera de ámbito nacional por entonces, no emitió ningún llamamiento a la huelga general hasta la noche del marte 27 de julio, dos días después del levantamiento de Barcelona. El llamamiento, además, no fue distribuido hasta el miércoles, y fijaba la huelga para el lunes siguiente, 2 de agosto, dos días después de que la insurrección de Barcelona hubiera sido reprimida.
Los objetivos de la insurrección estaban poco claros. Para los socialistas, como hemos dicho, se trataba de una sublevación en contra de la guerra; para los anarquistas, una revolución social, y para los republicanos, un ataque contra la monarquía. El marte 27 de julio se desencadenó una violenta persecución anticlerical que continuaría hasta el fin de la misma sublevación. Antes de terminar la semana, alrededor de ochenta iglesias, monasterios e insituciones católicas benéficas fueron destruidas. Hoy está probado que el enorme daño causado a las instituciones clericales fue instigado por los políticos radiclaes, que deseaban desviar a los trabajadores de la vía revolucionaria y encauzar su descontento medianta la destrucción de la propiedad eclesiástica.
No hizo falta mucho para convencerles: los trabajadores detestaban a la Iglesia, y lo mismo sucedía con la clase media radical de Barcelona. Los monasterios y conventos de monjas, se decía, eran prisiones donde las novicias indóciles eran vejadas hasta la total sumisión o sencillamente asesinadas. El pueblo asociaba a la Iglesia con el terror y la tortura, lo que dio lugar a numerosos incidentes macabros. Tras "liberar" a frailes y a monjas, los bienintencionados agresores procedieron a exhumar los cuerpos enterrados en las criptas monásticas y en los cementerios, buscando evidencias de malos tratos producidos antes de la muerte. Cuando encontraron algunos cadáveres con las extremidades atadas (una práctica habitual entre las monjas Jerónimas), llevaron los cuerpos al ayuntamiento como prueba de las torturas. En algunos casos, varios cadáveres fueron depositados delante de las casas de prohombres católicos. Un joven carbonero algo simple, Ramó Clemente García, ejecutó una danza obscena con uno de los cadáveres, como "diversión". Fue arrestado por la Guardia Civil y poco después murió en el paredón, acusado de "construir barricadas".
La lucha en Barcelona llegó a su fin el sábado 31 de julio, cuando Horta, la última avanzada de resistencia rebelde, fue dominada. Allí los rebeldes lucharon hasta que fue imposible continuar el combate. Cuando la Semana Trágica finalizó, la policía registró un saldo de bajas de sólo 8 muertos y 142 heridos. La cifra oficial de muertes entre la población civil fue de 104, pero es casi seguro que estas cifras fueron manipuladas y deben ser contrastadas con los 600 muertos de los que habla Buenacasa (Buenacasa fue uno de los participantes en la sublevación, y sus datos, si bien indicaban cifras seis veces mayores que las oficiales, no deben ser desestimados). El número de heridos no se conocerá nunca. Aunque la prensa reaccionaria exigía que se castigara "la furia del diablo con la furia de Dios", en realidad sólo dos monjes fueron asesinados deliberadanente. En los asaltos contra instituciones religiosas el objetivo no era matar sino -según Joan Conelly Ullman- "destruir la propiedad -la riqueza- del clero".
Tan pronto como terminó el alzamiento se establecieron tribunales militares para castigar a los revolucionarios. De acuerdo con la informaciones oficiales, en el periodo de los diez mese siguientes al levantamiento, 1.725 personas fueron acusadas por los tribunales militares y 214 escaparon a la persecución del ejército y no fueron nunca capturadas. Durante las investigaciones, los tribunales tuvieron que retirar los cargos sobre 469 personas y poner en libertad a otras 584. El resto de acusados, alrededor de 450, fueron juzgadas y condenadas a los más variados periodos de reclusión; 17 fueron condenados a muerte, aunque sólo se ejecutó a 5.
En cuatro de los casos en que se aplicó la pena capital, los procesos carecieron de bases judiciales: las víctimas fueron ejecutadas no porque hubiesen cometido las graves ofensas de que fueron acusadas, sino porque las autoridades querían que sirviesen de ejemplo. Los militares, al parecer, habían decidido ejecutar a una persona por cada incidente importante. La selección de víctimas fue muy arbitraria. La quinta y última persona en ser ejecutada fue Francisco Ferrer i Guardia. Ferrer había permanecido en el extranjero entre marzo y julio de 1909. Había regresado a Barcelona para visitar a su cuñada enferma y a una sobrina que estaba muy grave. Durante la insurrección pasó la mayor parte del tiempo en su casa de campo, situada a unos veinticinco kilómetros de Barcelona, y sus movimientos fueron controlados muy de cerca por la policía.
Ferrer tenía muy poca influencia entre las masas revolucionarias y los radicales de la ciudad. Aunque había protegido a anarquistas tan notorios como Anselmo Lorenzo y "Federico Urales" (Juan Montseny), los anarquistas y sindicalistas no aprobaban sus actividades financieras y la notoriedad que había alcanzado su vida privada. Los radicales estaban interesados en Ferrer por las contribuciones económicas que pudiese hacer a la causa. Los socialistas, por su parte, lo detestaban. Casi todos lo veían como un elemento necesario y se mostraban diligentes a la hora de recibir su dinero (por ejemplo, la sede central de Solidaridad Obrera había sido arrendada con un préstamo de Ferrer), pero estaban muy poco dispuestos a escuchar sus consejos.
Sin embargo, este hombre era un auténtico revolucionario. En contraste con los líderes radicales, como Iglesias, él tenía la esperanza de que la huelga general se convirtiera en una revolución. El gobierno y el clero le odiaban y era obvio que intentaría destruirle. Cuando fue capturado el 31 de agosto, después de permanecer durante cinco semanas escondido en su masía, los prelados de Barcelona enviaron una carta a Maura exigiendo públicamente una acción enérgica contra Ferrer y su Escuela Moderna. La respuesta de Maura fue la siguiente: "el gobierno obrará de acuerdo con el espíritu de vuestra carta y las líneas de conducta que señaláis".
Francisco Ferrer fue condenado a muerte por un tribunal militar que ya había dictado veredicto mucho antes de que el proceso comenzase. Los procedimientos duraron tan sólo un día. Durante el proceso ser cometieron irregularidades que escandalizaron a la opinión pública mundial: por ejemplo, se admitieron como pruebas contra el acusado rumores y declaraciones de personas anónimas. Prisionero que tenían que responder por sus propios y graves atentados, tuvieron la oportunidad de rebajar sus duras condenas a cambio de declarar en contra de Ferrer. En cambio, las pruebas a favor del acusado fueron eliminadas, y en general la actuación procesal resultó escandalosa incluso para lo que era habitual en la época. Un testigo declaró que Ferrer había participado en la quema de conventos de una barriada donde en realidad no se había producido ni un solo incendio.
La mañana del 13 de octubre de 1909, Ferrer fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento en el castillo de Montjuïc. Se dice que se enfrentó a la muerte con gran serenidad y valor. Cuando los soldados lo apuntaron con sus armas, gritó: "¡Soy inocente! ¡Viva la Escuela Moderna!".
El asesinato judicial de Ferrer fue un acto no sólo de tremenda injusticia, sino también una enorme estupidez política. El proceso suscitó una oleada de manifestaciones por toda Europa y contribuyó directamente a la caída del gabinete de Maura. No menos importantes fueron los efectos a largo plazo que tendrían las jornadas represivas que siguieron a la sublevación. El gobierno utilizó la rebelión como excusa para suprimir los sindicatos catalanes, suspender las publicaciones de la oposición y cerrar todas las escuelas laicas privadas de la provincia. Aunque toda España estuvo sometida a la ley marcial desde el momento que comenzó la insurrección, el régimen civil no se restableció en Cataluña hasta el 7 de noviembre, es decir, seis semanas más tarde que en el resto del país. Estas medidas radicalizaron más al proletariado de catalán, al tiempo que incrementaron la influencia anarcosindicalista en el movimiento obrero.
La Semana Trágica acercó a la patronal catalana a Madrid, y fue el principio del fin de las políticas independentistas burguesas en Cataluña. En realidad, casi todo el mundo en España se volvió receloso hacia los métodos electorales y confió en el subterfugio político y la acción directa. Los miembros de las clases privilegiadas comenzaron a vivir bajo la sombra de una sola preocupación: el miedo a una insurrección en masa del proletariado urbano. El estancamiento interior de estas clases terminaría por paralizar por completo el sistema constitucional, restringiendo la vida política a maniobras que tenían lugar dentro del gobierno.
Irónicamente, la sublevación de Barcelona podría haber revitalizado el agonizante sistema del turnismo -del mismo modo que la rebelión federalista de 1873 lo había propiciado- si no hubiera sido por las maquinaciones políticas del joven rey Alfonso XIII. Su evidente intervención en asuntos parlamentarios asestaría un golpe fatal a la política electoral, conduciendo directamente a la dictadura de Primo de Rivera de los años veinte.
Texto extraído del capítulo La Semana Trágica del libro Los anarquistas españoles de Murray Bookchin. Numa ediciones 2000.
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