Al grito de "¡No podréis matarnos, ya estamos muertos!", los jóvenes amotinados se han batido durante varias semanas contra las fuerzas de policía y la gendarmería. reducidos al estado de muertos vivientes por la sociedad argelina, sabían que había que destruirla para empezar a vivir. ("Responderemos a la aniquilación aniquilando a sus genitores", declaraba en julio uno de ellos.) A partir del 21 de abril principalmente en la Cabilia, pero también a partir del 10 de junio en Khenchela (en los Aures), del día 11 en Skikda (al norte de Constantina) y del 16 en todo el este del país (en Um El Buaghi, Batna, Tebessa, Biskra, El Tarf, etc.), levantaron barricadas, cortaron carreteras, tomaron al asalto gendarmerías y comisarías; atacaron una sede de la prefectura (en Tebessa, en el momento en que dos ministros se encontraban en su interior), incendiaron o saquearon numerosos tribunales (en los Uacifs, el Palacio de Justicia, recién terminado, quedo reducido a cenizas), oficinas de Hacienda y Correos y locales de sociedades públicas, sedes de partidos políticos (por lo menos treinta y dos), bancos, oficinas de la Seguridad Social, parques públicos, etc. La lista es forzosamente incompleta, y aunque fuese completa seguiría sin dar más que una ligera idea de la amplitud del movimiento. Pero, pese a todo, se puede comprender que los insurrectos se habían propuesto despejar el terreno de todas las "expresiones materiales del Estado". (Faltaba la cívica estupidez de Le Monde Diplomatique para culpar suavemente a los rebeldes de rematar así la degradación del "servicio público" y preguntarse si, al actuar así, "la masa de los desposeídos" no estaba contribuyendo "a su propio debilitamiento".)
Cuando los pueblos salen de su sumisión, ya no se soporta nada de lo que hasta ese momento era ordinario. El asesinato, después de tantos otros cometidos por los policías y los militares, de un estudiante de secundaria en Beni Duala el 18 de abril, provocó tres días más tarde las primeras revueltas. En Amizur, cerca de Bejaia, la población se subleva el día 22 tras el arresto arbitrario de tres estudiantes de secundaria. En Khenchela, el 10 de junio, un suboficial que se pavonea al volante de un vehículo "de gran cilindrada" interpela de forma arrogante a una muchacha. Arrinconado por los jóvenes del barrio que acuden a defenderla, exclama: "¿Pero qué os pasa hoy?" y le responden: "Ya nada será igual". Le sacuden, destruyen su vehículo. Una hora más tarde, regresa con una treintena de soldados de paisano armados con fusiles de asalto. Después de una batalla campal, los militares deben replegarse, pero la revuelta toma toda la ciudad: se levantan barricadas, saquean el ayuntamiento, la oficina de Hacienda, la de Sonelgaz, la prefectura y dos "grandes superficies" al grito de "¡Es así como actúan los chauis!". La ciudad entera queda devastada.
Y cuando lo ordinario de la opresión no se soporta más, lo extraordinario deviene normal. Durante esas semanas, esos meses, no transcurrió un solo día sin que una escuadra de gendarmería fuera atacada y hostigada; o varias, más frecuentemente. Lo cuarteles fueron asediados y se impuso un verdadero bloqueo a los gendarmes al obligarlos a hacer incursiones de pillaje para abastecerse. Los que aceptaban tener con ellos la más pequeña relación, así fuese simplemente comercial, fueron boicoteados, aislados y castigados. De este modo, ardieron varios hoteles, así como hotelitos, cafés restaurantes, almacenes, considerados objetivos porque pertenecían a prevaricadores o especuladores diversos. Si las destrucciones fueron numerosas, los pillajes propiamente dichos parecen haber sido bastante raros. Así, por ejemplo, en Kerrata, el 23 de mayo, los importantes depósitos de mercancías descubiertos en el domicilio de un ex-oficial de la gendarmería fueron incendiados allí mismo. Como todo el mundo expresaba sus quejas, a causa de la vivienda, del agua, de los efectos nocivos de la industria, de los acaparamientos de todo tipo, los corruptos fueron sistemáticamente enviados a la vindicta pública y tratados como chusma. Para empezar a encararse con los problemas vitales que plantea a todos el deterioro del país, había que combatir primero, claro está, a los que impiden hacerse cargo de aquellos. Cuando la población ajustó así las cuentas con los responsables que tenía a mano, quienes sufrieron sobre todo sus efectos fueron los alcaldes. Pero más allá de estas escaramuzas, lo que tomaba forma era el proyecto de una completa expropiación de expropiadores. Todavía marcada por ciertas ambigüedades que pronto iban a desaparecer mediante la ruptura con los sindicalistas, una declaración del comité popular de la wilaya (prefectura) de Bejaia dirigida al poder afirmaba el 7 de julio: "Vuestros gendarmes, símbolos de la corrupción, no sirven más que para matar, reprimir y traficar; por eso deben partir inmediatamente. En cuanto a nuestra seguridad, nuestro valientes comités de vigilancia se ocupan de ella de maravilla: son nuestro orgullo." La declaración proseguía recordando que los problemas de os ciudadanos "los asumen nuestros delegados de barrio, de ciudad y los delegados sindicales que funcionan en una asamblea llamada comité popular. ¿No es esto la democracia directa?".
La insurrección o por lo menos su organización más avanzada, ha estado circunscrita principalmente a la Cabilia. No obstante, hay que hablar de una insurrección argelina, porque los propios insurrectos cabileños no han dejado de afirmarla así, de buscar su propagación y de rechazar el disfraz berberista que querían endosarle tanto sus enemigos como sus falsos amigos.
Extracto del libro Apología por la insurrección argelina de Jaime Semprún. Editado por Muturreko burutazioak 2002.
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